domingo, 7 de agosto de 2011

Nueve enigmas con jardín: Las ensoñaciones de un paseante solitario


Más de una vez me he encontrado, o me he creído encontrar, con el diablo. La última, esta misma semana, en Ginebra. Paseaba yo por el Jardín Botánico y, sin saber cómo, voy a dar con un apacible rincón de mi infancia: cacarean las gallinas, ramonean indolentes las cabras, en un riachuelo cercano se alzan los flamencos “como claves de sol de la corriente”.


 No lo vi acercarse. Cuando me di cuenta, ya casi me rozaba con su aliento. Resultaba inconfundible, la estampa era la misma que en tantos grabados de misas negras y aquelarres: los corvos cuernos, la barba rala, la expresión adusta. Frente a mí estaba, en su pestilente encarnación favorita de macho cabrío, el demonio. ¿Qué me ofrecería a cambio de mi alma? Yo estaba dispuesta a dejársela a bajo precio. Pero no dijo nada.  Se limitó a mirarme con desdén irónico y luego me volvió la espalda.


            Al día siguiente visité, como hago siempre que estoy en esta ciudad, el cementerio de Plainpalais. Busco la tumba de Borges, muy cerca de la de Calvino y la de Griselidis Real, célebre prostituta, y me divierto imaginando de qué podrán hablar los tres para distraer el tedio de las largas horas de la eternidad.
            “No hay que tener miedo” dicen los misteriosos signos góticos grabados en la lápida sepulcral del escritor. ¿Y quién tendría miedo en este lugar de frescas sombras y largo silencio?


Me acerco a saludar a otro amigo, Leo Ferrero, muerto en accidente de automóvil a los treinta años, al que custodian sus padres, Giugelmo Ferrero y Gina Lombroso. A la memoria me vienen unos versos suyos, una oración escrita en Ginebra poco antes de partir hacia su última cita en una carretera de Nuevo México: “Señor que estás en los cielos, / aparta de mí los sueños tristes, / fortifícame contra la voluptuosidad / de la melancolía y la desesperación”. Le pedía a Dios lo mismo que yo le habría pedido al diablo a cambio de mi alma, si la hubiera querido.


Entre tantos epitafios de prohombres, envidio el de un profesor de literatura, Robert Harvey: “Fort de corps et d’esprit / bienveillant, droit, pur, / fils et frère dévouè / disciple de / Platon, Epictete, Je´sus, / il fut heureux”. Y al lado me golpea otro, que queda grabado para siempre en mi corazón:: “To our darling mother whose life was nothing but love”. Sí, su vida no fue nada más que amor.
            Como quien vuelve al mundo tras estar fuera del mundo, salgo del cementerio de Plainpalais. Dejando que el azar guíe mis pasos, camino por la calle de la Sinagoga, llego hasta la Place de Neuve. Un joven se me acerca, sonríe, pregunta algo que no entiendo, y de pronto, cuando tras excusarme trato de seguir mi camino, me detiene alzando una pierna, como en un paso de ballet, inclina luego la cabeza y me ofrece en la mano una cámara fotográfica. Digo que no, gracias, que no quiero comprar nada, y entones me doy cuenta que es mi propia cámara. La recojo asombrado y él, sin dejar de sonreír, se da la vuelta y se aleja hacia el parque de Les Bastions. Antes de desaparecer entre los habituales jugadores de ajedrez, se vuelve y me saluda, como en un escenario.


            Aquella noche soñé con él y con el diablo del Jardín Botánico y con María Kodama. Había pasado la tarde siguiendo las huellas de Borges: el número 28 de la Gran-Rue, adonde fue trasladado para que no muriera en un hotel (el dueño se negó a que colocaran una placa de homenaje en la fachada); el número 7 de la calle Ferdinand Hotler, donde pasó su adolescencia (desde las ventanas del edificio se contemplan la cúpulas doradas de la iglesia rusa); el cercano Colegio Calvino, ahora en obras, en uno de cuyos muros, todos ellos abundantemente grafiteados, se lee una frase de Woody Allen: “Yo tengo preguntas para todas vuestras respuestas”; el hotel Les Armures, en una esquina desde la que se divisa la fachada neoclásica de la catedral, que lo acogió alguna vez (su hotel habitual, L’Arbalète, ya no existe).


También la verdad se inventa, como en el cuento de Emma Zunz, con su falsa violación verdadera. Todo el borgiano epílogo ginebrino del escritor no fue más que un invento de una mujer, María Kodama, que quiso apartarle de amigos y familiares para que nada escapara a su codicia. Incluso llegó a demandar a Fani, la sirvienta que se había ocupado de la madre valetudinaria y del hijo ciego durante casi cuarenta años, porque presuntamente se había llevado, al ser desalojada del apartamento de la calle Maipú en que compartió toda su vida con ellos, la pila de lavar, la plancha de la carne, una cacerola, papel higiénico, una escoba y un reloj de pared.
            El macho cabrío del Jardín Botánico tenía la cara de María Kodama, la secuestradora de Ginebra. Pero su cara de pronto cambiaba y era la del propio Borges, niño egoísta, a quien nada le importaban ya los amigos de siempre, la sirvienta fiel, el remoto Buenos Aires al que no le unía el amor, sino el espanto.
            La placa que no dejaron colocar en el número 28 de la Gran-Rue se colocó al lado, en el número 26, donde hay una panadería y una cafetería de hermoso nombre: el Jardín del Edén.


            Soñé con el diablo, con Borges y con María Kodama y con una extraña tumba en Plainpalais que era la tumba de Dios (un dios que tenía las barbas dionisíacas de Federico Nietezsche) y cuyo epitafio comenzaba así: “Here lies a tyrant whom some called a devil”.    
            Mientras tomaba un café en el Jardín del Edén traté de reconstruir aquel epitafio, visto en sueños, pero quizá leído antes en alguna parte, y del que solo recordaba con claridad el primer verso: “Aquí yace un tirano al que algunos llamaron el demonio. / Con abrazos de serpiente cautivó nuestra vida. / Ahora está muerto, y el mundo carece de maldad, / porque no existe el mundo”.
            Estoy en Ginebra, pero no estoy en Ginebra, sino en una cárcel con libros en vez de muros. Paso unas páginas, y tras cruzar un arco, me encuentro con el alargado jardín sobre las murallas que frecuentaban los protagonistas de El mundo es ansí, la novela de Baroja: “Muchas veces los dos iban a pasear a la Treille, a contemplar sus terrazas llenas de flores. El sol dorado del crepúsculo brillaba en las cristalerías de las antiguas mansiones de la Cité; los árboles del paseo de los Bastiones iban despojándose de sus hojas amarillas y mostrando sus troncos negros entre el ramaje desnudo. Reinaba una calma y una melancolía profunda en las tardes otoñales. Enfrente, marcaba en el horizonte azul su lomo blanco de nieve el monte Saleve”.
            No menos melancólica que en otoño resulta en la tarde del fresco verano la Promenade de la Treille. Unas páginas más abajo, se encuentra el parque de Les Bastions. Dispersos grupos juveniles tendidos en la yerba, un malabarista que ensaya alguno de sus números, solitarios ciclistas; en la fachada de la Universidad, la inscripión que tanto gustaba a la madre de Albert Cohen: “Le peuple de Genève, en consacrant cet édifice aux études supérieures, rend hommage aux bienfaits de l’instruction, garantie fundamental de ses libertés”.


            Me senté en un banco, incapaz de resistirme a las ensoñaciones tristes, a la voluptuosidad de la melancolía y la desesperación. De pronto, una de las bolas blancas que lanza al aire el malabarista se acerca rodando hasta mis pies. Viene a recogerla. Al levantarse, me ofreció algo. Era mi teléfono móvil. Pensé que se me había caído. Le di las gracias, pero él entonces me mostró las dos manos vacías, las juntó y al abrirlas apareció en ellas mi cartera. La recupere asombrado. “¿Cómo lo haces?”, dije. Dio una voltereta en el aire y se quedó boca abajo, con los pies en alto.
            Permaneció así mucho tiempo, o eso me pareció. Luego se puso en pie, recogió la bola blanca, me arrojó un manojo de llaves (las que yo llevaba en el bolsillo) y despacio volvió de nuevo al lugar donde hacía sus ejercicios.
            Si era el diablo, estaba claro que nada de mí le interesaba, y menos que nada mi alma, que yo estaba dispuesto a entregarle a cambio de nada. 

2 comentarios:

  1. Cada vez me gustan más tus cosas, tus historias, mitad verdad-mitad ficción, la melancolía de la inteligencia, amigo, símbolo de vida.

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  2. Muchas gracias, amigo Alfredo. Lo más frecuente suele ser lo contrario.

    JLGM

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