domingo, 21 de agosto de 2011

Nueve enigmas con jardín: En todas partes y en ninguna


Vaya donde vaya siempre llevo mis rutinas conmigo. Sin ellas me siento desnudo, o peor aún, tan inerme como el crustáceo que ha perdido su concha. Me levanto a las ocho, escribo durante una hora o una hora y media, salgo luego a pasear. En los últimos meses me ha dado por escribir sonetos, como cuando era joven, y esta mañana, tras concluir el número veinte, he decidido que debía dejar de hacerlo porque ya no me ofrecían ninguna dificultad: “De mí mismo en mí mismo prisionero, / sin nadie, sin razón, sin luz, sin guía,  / paso la noche sin que llegue el día / en un sueño falaz y verdadero”.


            Mi paseo por la orilla del lago comienza en el puerto de Ouchy, junto a la escultura de Ángel Duarte “Ouverture au monde”, una metálica rosa de los vientos que se parece mucho a la que saluda al viajero en la desviación de la autovía de la Plata hacia Aldeanueva del Camino. Suelo terminar en los jardines escalonados del Museo Olímpico. En la terraza más alta me siento a contemplar las aguas límpidas y las montañas del otro lado, que a veces resaltan nítidas y otras se difuminan entre la bruma. Por la tarde, antes de tomar un café en el Starbucks de la plaza de San Francisco, frente a la iglesia, paso por la FNAC, en la Tour Bel-Air, un rascacielos de los años treinta, y hojeo las novedades en busca de algún título interesante. Luego me entretengo un rato por el parque de Mont-Repos, mientras el sol se pone lentamente en estos días de verano, antes de regresar, caminando despacio, hasta el hotel, al lado de la estación. Esta es mi vida en Lausanne, la misma que en cualquier otra parte, una vida apaciblemente monótona donde la vaga ensoñación es la única aventura.


            Soy rutinario, pero no maniáticamente rutinario. A veces me permito algún cambio en mi costumbre, y me acerco a la Place de la Riponne para perderme entre las salas del palacio de Rumine o descender, los días de mercado, por la Rue Madeleine hasta la Place de la Palud, frente al Ayuntamiento. En su parte de atrás hay un reloj de sol con la inscripción “Le Temps s’en va, mais l’Éternité reste”. Sí, el tiempo pasa, la eternidad queda, pero aquí el tiempo parece no pasar, convertirse de inmediato en eternidad en estos días en que no pasa nada.


            En una librería de ocasión, junto al Hôtel de Ville y el reloj de sol, me sorprendió el catálogo de una exposición de Ángel Duarte en Badajoz. Me lo llevé conmigo hasta Mont-Repos y allí, al hojearlo, me encontré con que tenía dentro una amarillenta postal: representaba la carretera de Aldeanueva del Camino, todavía con los grandes árboles que dieron sombra a mi infancia, y en primer plano, a la derecha, la casa penumbrosa y misteriosa, la casa que tenía detrás un jardín cercado de altos muros y un pozo, un ciprés, un rosal y una parra siempre cargada de uvas (al menos en mi memoria). Toda mi vida la he pasado soñando con volver a aquel caserón, destruido para siempre, ocupado su lugar por un feo edificio de apartamentos.


            Daría cualquier cosa por abrir esa puerta, cruzar el fresco y oscuro zaguán, sentirme de nuevo deslumbrado por la luz del jardín, el jardín primordial, del que todos los demás, por fastuosos que sean, resultan solo un pobre remedo.
            Daría cualquier cosa, vendería mi alma al diablo, pero ya he podido comprobar, en Ginebra, que al diablo mi alma le interesa más bien poco, tan poco como mi cuerpo. Miro en torno mío: cerca, una pareja de titiriteros practica sus ejercicios (y creo reconocer en uno de ellos al joven diablo de Les Bastions); detrás de mí, una gran esfera azul, símbolo de no sé qué,  y a mi derecha tres bustos que representan, no a otros tantos ilustres desconocidos, sino a tres asnos, con sus puntiagudas orejas y sus ojos redondos muy abiertos.


            Soy la persona más racionalista del mundo, lo he repetido muchas veces; por eso siempre estoy atento al milagro, a lo maravillo positivo, como lo definía un filósofo de Avilés, Estanislao Sánchez Calvo. Vuelvo a mirar la postal, trato de encontrar mi casa, que es una de esas que se apretujan diminutas entre la casa de mis sueños y el caserón de la familia Masides, ahora convertido –curiosa coincidencia— en el Centro Cultural Ángel Duarte. No soy capaz de dar con mi casa, pero me fijo de pronto en dos niños sentados ante una de las puertas y creo reconocerme.
            Sí, es la hora de la siesta, esa hora que yo siempre he detestado tanto, por eso la carretera, una calle más del pueblo, está vacía. Todo el mundo se aletarga en la sombra, pero yo no soporto estar quieto. Me escapo a dar una vuelta, sin miedo al sol, y me encuentro con otro niño, al que no reconozco, quizá sea el hijo de algún veraneante. Le hablo del jardín de la casa de al lado, en el que hay toda clase de frutas maravillosas. La casa está cerrada, sus dueños, que viven en Madrid, todavía no han vuelto al pueblo. Él me propone que saltemos la tapia y entremos en el jardín. Yo nunca me atrevería a hacer una cosa así. Digo que le espero abajo. Mi desconocido amigo se encarama con rapidez. “Traeré frutas también para ti”. Y no vuelve a aparecer. Me canso de esperar. Regreso a casa. Ni aquella noche ni al día siguiente se echa en falta ningún niño. Yo tengo miedo de que se haya caído al pozo y sueño con que su cadáver, flotando sobre el agua, es lo primero que encuentran los dueños de la casa al regresar de Madrid. Eran algo parientes nuestros, y mi madre fue a visitarlos cuando volvieron, y yo fui con ella. Mientras los adultos hablaban, di vueltas y vueltas por el jardín, me asomé al pozo, repetí por todos los rincones el nombre de mi amigo desaparecido (ahora lo recuerdo: Daniel), pero todo fue en vano. En mis sueños todavía le sigo buscando.


            Ahora, en un parque de Laussanne, trato de ver su rostro en una desvaída postal. Pero la imagen es diminuta, y además está de espalda. No puedo reconocerle. “Daniel”, repito en voz alta y un desconocido que en aquel momento pasa cerca del banco en el que yo estoy sentado se detiene y me mira sorprendido. “¿Nos conocemos?”, me dice en español. “Perdona, estaba pensando en voz alta”. “Pues qué casualidad que yo me llame Daniel”. “Era el nombre de un amigo mío al que he creído reconocer en esta postal”. “Esa es la carretera de Aldeanueva del Camino”. “¿Conoces el pueblo?”. “Pues claro”. Y me contó que, cuando era niño, había veraneado varios años allí, en casa de unos familiares. Pero yo no podía haber coincidido con él en los veranos de mi niñez; eso ocurrió años más tarde, en los ochenta.


            Me invitó acompañarle a su casa, una buhardilla en la parte alta de la ciudad, cerca de la catedral, desde cuyas ventanas se divisaba un irregular panorama de torres, tejados, largos puentes sobre las calles y, al fondo, el azul deslumbrante del lago. Tenía una muy buena biblioteca, en francés y en español. Vi, entre los libros de poesía, uno mío, de hace años, El pasajero, pero resistí la vanidosa tentación de señalárselo. Me dijo que escribía algo, pero que no había publicado nada. Se ganaba la vida como cocinero, y no mal: era el jefe de cocina de uno de los más lujosos hoteles de la localidad, el Beau-Rivage, por el que pasó todo el mundo que fue alguien en la Europa de la belle époque. Me invitó a acompañarle a una ópera que representaban aquella tarde en la sala Paderewski del casino de Montebenon: Dido y Eneas, de Purcell. “Dido y Eneas” se titula uno de los poemas míos que más detesto porque habla de aceptar el fracaso con resignación.


            Tras la representación fuimos a saludar a Natacha Ducret, la soprano que nos había roto el corazón con el lamento de Dido, a la que Daniel conocía. Quedamos luego en que, dentro de dos días, cuando terminara su período de descanso, iría a visitarle al Beau-Rivage. Me dijo por qué puerta tendría que entrar, me enseñaría las suites de príncipes y reyes, la habitación en que durmió Churchill, y el inmenso parque que lo rodea.
            Ya en mi hotel, cerca de la estación, dejé sobre la mesa, junto a la pila de los otros libros que había ido comprando estos días, el catálogo de Ángel Duarte, y me entretuve mirando la postal. “Bueno, Daniel, has tardado, pero finalmente has saltado los muros y has vuelto junto a mí con los frutos de ese extraño jardín que no está en ningún lugar, pero que podemos encontrar en cualquier parte”.

5 comentarios:

  1. Que bonito recuerdo de la infancia. Y el soneto tiene buena pinta. Ojalá algún día me salga tan bien como a ti.

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias JLGM por la fotografía de la carretera del pueblo con la imagen de la casa penumbrosa y misteriosa y, sin embargo, para mí tan querida y añorada. Ha sido como volver a la infancia por unos momentos.
    Ya veo que de jardines va y por jardines te pierdes o te encuentras, a saber. Por eso no estaría de más que narraras la historia de lo que te sucedió en el llamado de la Señorita Masides, y que está frente a tu casa, aquella noche de verano cuando volviste a él después que todos se hubieron marchado haciéndose lenguas y maravillados por la velada poética que protagonizaste junto a la poetisa de la tierra Ana María Reviriego y el ilustre Marciano de Hervás.
    Yo sé que tuviste un hermoso y emotivo encuentro del que guardas grata e intensa memoria. Estaría bien que tus lectores lo conocieran.
    Un saludo,
    MAMM

    ResponderEliminar
  3. Algún día hablaré de ese otro jardín, tan desolado ahora, que yo veía desde la gran verja que da a la carretera.
    Me alegra mucho comprobar que me sigue leyendo un amigo de la infancia. Gracias, Miguel Ángel. Y a ver cuándo volvemos a charlar en la carretera, aunque ya no sea bajo la sombra de aquellos mágicos árboles.

    JLGM

    ResponderEliminar
  4. Ay, viejo lagarto, piornillo reseco, culebrilla bastarda dehesana...
    Tantas idas y venidas, tantas vueltas y revueltas...y, finalmente, todo cristaliza en la añoranza por el jardín inculto de un caserón extremeño. Si ya te lo tengo dicho, hermano: todos los edenes del mundo se clorofilan debajo de unas zarzas que el polvo carretero ha vuelto blancas.
    Y los tienes al lado de tu casa.

    ResponderEliminar
  5. Si el soneto sale solo
    ¿no lo habrá soplado Eolo?

    Allá voy yo también:

    Mientras veo caer mi dentadura
    y pierdo mi intrincada cabellera,
    el viento te ha traído hasta mi vera.
    Aquí estoy, en ridícula postura,

    buscando un aparejo de captura:
    unos restos de flor, una trinchera,
    un verso sobre alguna primavera.
    ¿Y qué hago con tu risa, si aún es pura?

    ¿Y qué hago con mi báculo y mis huesos?
    El amor, el amor ..., tal vez me acuerde,
    ¿no era asunto de abrazos y de besos?

    Arder en el crepúsculo me pierde.
    No quieras que se encargue de embelesos
    quien tiene un corazón de viejo verde.

    ResponderEliminar