Domingo, 5 de junio
ELOGIO DE LA MONOTONÍA
Soy la persona menos aventurera del mundo. Todo lugar al que no se pueda ir a pie me parece que queda demasiado lejos. No soporto lo imprevisto. Necesito saber qué estaré haciendo mañana a tal hora, o dentro de una semana, un mes, un año. Una vida monótona asusta a muchos, aburre a todos; a mí me fascina como un ideal tentadoramente inalcanzable.
Lunes, 6 de junio
A las seis menos cinco me despiertan las campanas de la catedral. Apenas he dormido, pero no tengo ninguna intención de seguir durmiendo. El cielo está ya azul y nada me entusiasma tanto como el primer paseo, recién amanecido, por una ciudad que desconozco. La ventana de mi habitación da a una estrecha callejuela; nada más asomarme a la puerta tengo ante mí la fachada inmensa de la catedral, con sus dos altas torres afiligranadas, y la Fuente del Emperador sobre cuya esfera dorada se posa un águila.
Me asusta un poco la selva de símbolos y monstruos de la catedral y por eso prefiero adentrarme por la callejuela de la izquierda, la Kramgasse. Una gran llave de oro, que sirve de emblema a una ferretería, cuelga en lo alto. Muy cerca, en la fachada cubierta de yedra, una placa me advierte que esa era la vivienda familiar de Bárbara Blomberg y que en ella nació don Juan de Austria, el héroe de “la más grande ocasión que vieron los siglos”.
Reconozco de inmediato cuando alguien me quiere bien. Esta mañana fragante Ratisbona me recibe con su mejor sonrisa, me entrega una llave de oro que abre todas sus puertas, me susurra que, tan lejos de casa, estoy en casa, comienza a contarme mil y una historias que son parte de mi propia historia.
Tengo la ciudad entera para mí: torres, iglesias, palacios, patios secretos, diminutas plazas arboladas, el sedimento de los siglos y el sereno discurrir del presente. Sus habitantes no parece que gusten de madrugar o quizá gentilmente me dejan tiempo para que yo pueda saborearla a solas.
Las ciudades se leen como se leen los libros, pero Ratisbona no es un libro sino una entera biblioteca. Con qué impaciencia paso de un volumen a otro, hojeo unas páginas, leo algún párrafo curioso, me entretengo con la letra miniada que inicia un capítulo. Siempre he creído que no hay mayor gozo que las vísperas del gozo.
Cuando a las ocho, tras dos horas de fatigar calles inéditas, me siento a desayunar con mis amigos poetas, menos impacientes, ya tengo la ciudad casi entera en mi cabeza. Hablo de ella con entusiasmo y me ofrezco a hacer de guía. Yo soy así: un día no sé nada de un tema y al siguiente me pongo a dar lecciones (conviene por eso no hacerme demasiado caso cuando pontifico).
Tengo la ciudad casi entera en mi cabeza, pero aún no me he asomado al Danubio, su razón de ser. Para mí todavía el Danubio no es un río, sino un libro de Claudio Magris.
Martes, 7 de junio
ACERCA DEL IMPERIO
Hago colección de puentes, lo he dicho muchas veces, y al Puente de Piedra, el primer puente capaz de dar un salto de más de trescientos metros y atravesar el gran río (aquí todavía un adolescente al que le queda mucho mundo por recorrer), lo coloco de inmediato en el sitio predilecto de mi colección. A pesar de su extensión, tiene algo de delicada miniatura medieval. Parece la estampa iluminada de algún códice. Los romanos lo habrían hecho menos grácil. Pero los romanos no necesitaron construirlo. Aquí acababa el mundo civilizado, el río servía de dique contra la barbarie.
Fue Marco Aurelio, el emperador filósofo, quien fundó esta ciudad. Los ciclópeos bloques de piedra de la Puerta Pretoria dan testimonio de que la quiso capaz de resistir los embates del tiempo. Aquí mismo escribió alguna de sus meditaciones: “No temas morir. Quien teme a la muerte, vive muriendo. Quien no la teme, nada tiene que envidiar a los dioses”.
El Puente de Piedra, el inmenso almacén de la sal, con su perfil egipcio, las torres y los tejados reflejándose en el agua turbia y verdosa, las islas con sus arboledas y sus molinos… A la memoria me vienen los versos de Garcilaso: “Con un manso ruido / de agua corriente y clara / cerca el Danubio una isla que pudiera / ser lugar escogido / para que descansara / quien como yo estoy ahora no estuviera…”.
“Preso y forzado y solo en tierra ajena” se encontró el poeta por un enfado de la emperatriz. Pero se ve que el enfado no era grande y que le quería bien. Qué agradable lugar de destierro cualquiera de estas dos islas que se extienden floridas y perezosas frente a la ciudad, bajo el puente.
Mientras las contemplo, el lento discurrir de las aguas se acompasa con los versos de la canción tercera: “Danubio, río divino, / que por fieras naciones / vas con tus claras ondas discurriendo…”
Sentado luego en una plácida terraza, frente al palacio que fue durante doscientos años sede de la Dieta Imperial Permanente, se me ocurre pensar que aquel viejo sueño del Sacro Imperio Romano Germánico se parecía bastante a este vano sueño de la Unión Europea. Claro que el actual es un imperio sin emperador, pero también entonces el emperador acabó convertido en una figura decorativa. España fue alguna vez un imperio, y de alguna manera lo sigue siendo. Ya sé que son cosas que no se pueden decir en voz alta. Pero a mí me parece que la relación que tienen Cataluña y el País Vasco con el Estado español es más o menos la misma que tuvieron Portugal o Flandes. ¿Quiere eso decir que yo creo que deben independizarse? Ni lo creo ni lo dejo de creer. Son naciones sin Estado, que es una forma tan buena como cualquier otra de ser nación. Quizá un ideal al que tender. Pero de estas cosas siempre resulta delicado hablar. No sé si siempre habrá hombres dispuestos a morir por su Dios o por su patria; de lo que estoy seguro es de que siempre los habrá dispuestos a matar. Mejor pensar en otra cosa. O no pensar en nada, que es la mayor sabiduría.
Miércoles, 8 de junio
MORTALES INMORTALES
Cualquiera de los bustos ilustres que se alojan en el Walhalla, ese falso Partenón que deslumbra con su blancura en lo alto de una colina, cambiaría con gusto toda su fría inmortalidad por poder disfrutar de este radiante día de primavera, aspirar el frescor del bosque, admirar el perezoso discurrir el río, tenderse sobre la hierba o, simplemente, juntarse a cualquiera de esos grupos familiares que han subido hasta aquí para comer y beber sin preocuparse de las glorias de Germania. Un buen trago de cerveza vale más que todo el mármol de la eternidad.
Sobre esto parece meditar Luis I, mientras sentado en su trono pastorea los bustos ilustres. La inmortalidad es paradójica: para ser inmortal hay que estar muerto. Los inmortales envidian a los vivos, pero los vivos, al menos yo, les envidiamos a ellos. A mí no me importaría pasar aquí la eternidad. Teniendo al lado a Erasmo y Goethe, a Mozart y a Bach, seguro que no me faltaría ni buena música ni buena conversación.
Jueves, 9 de junio
A UN ESTUDIANTE
No me gusta leer mis poemas. Ya lo he dicho más de una vez. Pero en la universidad de Regensburg --sin que nadie me obligara a ello: yo venía a hablar de la literatura en asturiano y de los cuentos de Clarín— me las arreglé para leer ante los atentos estudiantes alemanes el epitafio “A un estudiante caído en el frente del Este en 1941” . No soy benévolo con lo que he escrito, más bien todo lo contrario, pero ese poema no puedo leerlo sin emoción. En realidad, no debería disculparme por sentirme conmovido. Yo creo, y no soy el único en creerlo, que “la poesía es impersonal, sopla donde y cuando quiere, al igual que el viento; no pertenece al nombre que hay escrito al pie”. Me apetecía leer ese poema precisamente aquí porque está dedicado a un soldado desconocido, a una de tantas víctimas de cualquier guerra: “No había cumplido veinte años. Nunca / engañó a una mujer, / delató a un compañero, / cerró las manos con codicia, / sospechó que sus padres le mentían, / que las palabras más hermosas / —patria, Dios, destino, sacrificio— / eran solo coartada de canallas”. Quien habla en el poema no es el autor del poema, sino un compañero suyo que ha tenido menos suerte y al acercarse al final de la guerra ha tenido ocasión de comprobar la criminal podredumbre por la que combatía. En los versos finales hay ecos de Mark Twain y Kipling y parece insinuarse una historia de amor: “Ya es leve tierra en dura tierra ajena. / Ninguna tierra fue dura para él. / Donde él estaba, estaba el Paraíso. / Si le queríais, no lloréis: / sonreíd como él sonreía / cuando una bala, piadosa, le encontró”.
Quería leer ese poema precisamente aquí porque el soldado muerto era un soldado nazi, lo mismo que el que escribe su epitafio. Para mí, todas las víctimas son del mismo partido. Y los verdugos siempre son del partido contrario.
Viernes, 10 de junio
MIS JUGUETES FAVORITOS
Ando estos días obsesionado con la edad. Aunque trate de disimularlo, me angustia envejecer. Tengo la sensación (me imagino que no seré el único) de que he cerrado un momento los ojos y de que al abrirlos han pasado, si no trescientos años, como en la leyenda del monje medieval, por lo menos cuarenta. Y para demostrarme que no soy viejo procuro no darme un momento de reposo: me invento trabajos, obligaciones, engorros varios. Todo para no tener que pensar en que la mayoría de las cosas que he dejado de hacer tendrán que quedarse para siempre sin hacer.
He envejecido, pero no he dejado de ser un niño. Nunca estoy tan desesperado que no se me pueda distraer con un juguete. Hay dos especialmente irresistibles. Uno de ellos es ser cruel, innecesariamente cruel con los malos poetas, con los tontos pretenciosos, incluso a veces conmigo mismo. El otro es descubrir ciudades en las que no he estado nunca, pero en las que, nada más poner el pie, me siento como si hubiera estado siempre. La última de ellas ha sido Ratisbona, con sus calles de hermosos nombres y resplandecientes enseñas doradas: calle de los Turcos Alegres, de los Lirios Azules, de los Gallos Rojos; sus murallas convertidas en jardín; la terraza de la Galería Kaufhof , sobre la Neupfarrplatz , donde estuvo el ghetto, arrasado en una anterior crisis económica por los descerebrados indignados de entonces; y la taberna más antigua del mundo en la que Goethe, alojado en una casa cercana, mientras saboreaba las salchichas con coles escribió: “Ningún paraíso puede serlo de verdad si no incluye un lugar como este” .
No sé cómo te las arreglas pero siempre logras sacar a relucir el asunto vasco y similares. Le das tú más vueltas a la independencia que la mayoría de los vascos y catalanes, cuyas preocupaciones, en general, me parece que son muy otras. Que sí, hombre, que a mí también me parece muy bien que los catalanes se independicen... cuando quiera la mayoría de ellos, lo cual, de momento, no ha sucedido. Y tú dirás: "Todo se andará". Pues muy bien: cada cual disfruta con lo que quiere. No tengo nada en contra.
ResponderEliminarRespecto a otra entrada, me he dado cuenta de que cuando te conocí eras más joven de lo que yo soy ahora. Hemos cerrado los ojos un momento y mira lo que ha pasado. Ays, no me preguntes cómo pasa el tiempo.
Un abrazo.
Disiento -cordialmene, obvio es decirlo, tratándose de mí- con el Sr. Piquero pues pienso que la autodeterminación no es una cuestión menor para millares de catalanes y vascos. Qué seria de tantos nobles pueblos si solamente se preocuparan de sus condiciones económicas, por sus índices de paro, qué -en fin- si se preocuparan en exclusiva de mejorar sus condiciones de vida material y olvidaran ese noble espíritu independentista que en tantas ocasiones los anima.
ResponderEliminarAbrazo fraternal.
Vyelve el falsario a firmar con mi identificación sus campanudas ridiculeces; la nota de las 9.43, obviamente, no es mía. Como ya hice en el blog de Baltanás, y por la misma razón, dejo desde ésta de utilizar el nombre de "marinero" para mis notas. Cualquiera que aparezca con ese nombre a partir de ahora, es de su exclusiva responsabilidad.
ResponderEliminar¿Es el marinero bueno o el marinero malo? ¿Acaso el señor JLGM es tan buen crítico que sabe distinguirlos? ¿O acaso el marinero malo no sabe que el marinero bueno anda por aquí?
ResponderEliminarPara contextualizar el problema sobre el asunto del tiempo, las fronteras y otras arquitecturas humanas que preocupan a JLGM. "El universo tiene 13.730 millones de años". "La Tierra será tragada por el Sol en 7.590 millones de años". Ya sé que no es un consuelo, pero nos pone en nuestro sitio, que es menos que un grano de arena erosionado.
ResponderEliminar¡Cuánto marinero! esto parece el puerto de Marsella.
ResponderEliminarTodo marinero es el mismo, evidentemente. Infantil manera de darse lustre.
Enhorabuena a JLGM por su delicioso apunte dominical.
Quién es el bueno? Quién el malo?
ResponderEliminarEn respuesta al anónimo del 13-6, a las 16.35: conozco a la persona que firma "marinero" (o, mejor dicho, que firmaba), y me consta que quien ha usurpado su firma nada tiene que ver con ella. Más: el autobombo ("cordialmente, obvio es decirlo, tratándose de mí") y los tópicos ("nobles pueblos", etcétera) son cosa del falsario. No los encontrará usted en el original. Lástima que haya gente que, no sé si "para darse lustre" o por simple infantilismo, sea incapaz de respetar la libertad que cada uno debiera tener para expresarse en su propio nombre, o alias. A mí me parece mal que el auténtico "marinero" abandone el campo por culpa de su falsificador, y así se lo he dicho a él mismo; pero tengo claro que es él, el falsificador, quien está metiendo la pata hasta el fondo, y saltándose de paso toda norma de una conversación civilizada. Y que, desde luego, nada tienen que ver el uno con el otro. No me extrañaría nada que alguno de los comentarios anónimos que lo ponen en duda proceda del mismo falsario.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo. Entiendo el derecho del marinero auténtico a presentarse con un apodo, heterónimo o lo que sea. Pero también veo un poco de descortesía en andar diciendo que es escritor y no decirnos quién es. Que quede claro que yo no soy el suplantador, que imagino un tonto más, para entretenerse haciendo algo así.
ResponderEliminarEscritor, escritor, escritor..., no se es -hablando con propiedad- por el hecho de escribir "cosas"; ni siquiera porque se haya publicado (¿quién no ha leído apestosos bodrios encuadernados en algo más que rústica?).
ResponderEliminarPor lo que vengo (esporádicamente) leyendo del tal Marinero, no creo que merezca que se le denomine como "escritor". Ni sus aparentes suplantadores: carece de calidad literaria.
El anonimato es lo que tiene: puedes decir las cosas con rigor sin que te lapiden por la calle. Y en el caso que nos ocupa (este pretende ser un blog "literario"), mejor que las cosas queden claras.
Además, si yo fuese un intransigente excesivo, le iba a venir bien la crítica. Los escritores deben estar acostumbrados a que les zurren. Como Martín.
Salute.
No me meteré en la controversia sobre los posibles méritos (o deméritos) literarios de quien firma "marinero": allá cada cual. Aunque a mí me parece que, en cuanto a calidad y estilo, se distinguen bien las notas auténticas de las apócrifas. Pero lo que de veras quería decir es esto: ¿Por qué al anónimo de las 15.02 del 15 de Junio le parece descortés que diga que es escritor, y no revele su identidad? ¿Le parecería igualmente mal el anonimato si hubiese dicho que era pescadero, o futbolista, o músico? Reconozco que no lo entiendo.
ResponderEliminarTambién creo que es cosa bien distinta publicar libros y ser escritor. En cualquier caso no me imagino a ningún futbolista (con nombre impreso en la camiseta) empeñado en jugar de incógnito en la liga regional. A mí marinero me cae bien, fustigando a los reaccionarios, pero me da mala espina que no lo haga a cara descubierta. Claro que me parece distinto, para el caso, ser escritor o pescadero. Si fuese pescadero encantada de comprarle el pescado; pero un libro suyo solo me lo compararía por error, que Dios no quiera
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