Viernes, 19 de noviembre
LA ARMADURA DE SAL
Decía Somerset Maugham, y a mí me gusta repetir, que está bien que un caballero tenga vida sexual después de los sesenta años, pero no está bien que hable de ello.
A mí, la verdad, del sexo lo que más me gusta es lo que hay antes del sexo. Me habré enamorado, no sé (no tengo ahora a mano los cuadernos en que llevo las cuentas de todo), quizá 340 o 350 veces, pero todavía cada nueva vez me produce el mismo asombro que la primera. Y nada me hace más feliz que los primeros días, cuando no ha ocurrido nada y ya ha ocurrido todo.
En el mal tiempo, cuando uno tiene que superar una de esas pruebas de las que nadie está libre, qué bien vienen estas inesperadas dosis de endorfinas, el agua lustral que baña el mundo y me lo devuelve recién creado.
De sobra sé lo que ocurrirá después, cuando se evapore la magia. ¡He repetido tantas veces la misma historia! ¿La misma? No, no: siempre que me enamoro me enamoro por primera vez.
No sé si voy a ser capaz de resistir el gran golpe. Y el Azar, que me quiere bien, me coloca de pronto una reluciente armadura. Ya sé que no durará siempre: se disolverá pronto como una armadura de sal.
Pero ¿a qué lamentarse? Un amor eterno, si se cuida bien, puede durar una eternidad. Incluso puede que hasta un año.
Sábado, 20 de noviembre
NO SABE, NO CONTESTA
“¿Y qué pasó con esa mujer que un día se te metió en casa? ¿Lograste librarte de ella? ¿Sigue allí todavía? ¿O todo fue un sueño tuyo? Me refiero a esa mujer que leía las memorias de Harpo Marx”, me pregunta mi amigo Enrique Bueres.
“Yo también he leído esas memorias del hermano mudo de los hermanos Marx, que en la realidad no era mudo, pero sí tocaba el arpa, como en las películas. Y hay que ver lo que detestaba yo, cuando niño, ese momento en que se detenía la acción y comenzaba la melódica tabarra interminable. Fernando Rodríguez Lafuente nos contó, en una reunión del jurado de los Príncipe, que tenía grabadas todas las películas de los hermanos Marx, pero que de ellas había eliminado todos los pasajes musicales. Ganan mucho, dijo. Yo pienso lo mismo”.
“No me has respondido”, contesta Bueres.
“¿Y que quieres que te diga”, le respondo. Y luego le leo el único pasaje que la desconocida subrayó en las memorias de Harpo: “El recuerdo de mis primeros años en los escenarios es un caos espantoso de tiempos y lugares. De las ciudades y pueblos recuerdo muy poco. Lo que recuerdo son las salas de espera de las estaciones, los comedores de las pensiones, las habitaciones de hotel de un dólar, los camerinos, las salas de billar y los lavabos de caballero: todos sitios bastante parecidos en cualquier ciudad o pueblo de cualquier parte del país”.
Domingo, 21 de noviembre
EN EL MILÁN
A veces me entretengo más tiempo de lo previsto en el despacho del Milán y, cuando me doy cuenta, es muy tarde en la noche. Solo unas pocas luces de emergencia iluminan los largos pasillos, las escaleras iguales y distintas. Si bien se mira, es el perfecto escenario para una película de terror. Hay un guardia de seguridad, cierto, pero siempre anda perdido por los otros edificios: cuando llegara, el asesino habría tenido tiempo de sobra para hacer su labor.
En ocasiones me encuentro con otros profesores que también aparecen por aquí en festivos y en horas intempestivas. Eduardo San José me dijo hace dos o tres domingos: “Si nos pagaran las horas extras, seríamos ricos”. Yo no le dije que, en mi caso, pagaría con gusto por poder entretenerme con lo que me gusta cualquier día y a cualquier hora del día.
Al bajar en ascensor, para evitar tropezar en la escalera, pensé que podría estropearse y que, en ese caso, me quedaría encerrado toda la noche. No se estropeó, pero, sin querer, debí marcar un botón equivocado y al salir me encontré con ventanas enrejadas en lugar de la puerta de salida. Busqué una escalera, que me dejó, no en el bajo, donde está la puerta que se acciona con la tarjeta, sino en un pasillo estrecho, con despachos de los profesores a un lado y a otro. Traté de leer los nombres, ver a qué departamento correspondían. Pero estaba demasiado oscuro. Hacia el fondo había una rendija de luz, alguien trabajaba, quizá fuera José Ramón, de Filología Románica, a quien suelo encontrarme incluso el día de Año Nuevo.
Llamé, no oí ninguna respuesta, empujé la puerta. El despacho estaba vacío. Sobre una de las paredes (las otras estaban ocupadas por estanterías) había un cuadro que me llamó la atención. Yo lo había visto en alguna parte, no sabía dónde, pero creo que incluso lo había fotografiado. Debió servir como rótulo de una tienda: “La Malle aux Trésors”, la tienda de un anticuario, quizás. Recordé de pronto donde estaba ese cuadro: en Ginebra, en una de las callejuelas secretas y empinadas que ascienden hacia la catedral de San Pedro. No pude evitar luego entretenerme curioseando en los libros. No eran los que uno esperaría encontrarse en un despacho universitario. Eran libros infantiles, algunos de gran tamaño, otros aparatosamente desplegables, muy coloristas todos, muy llamativos. “A mi amigo Ernesto le gustaría darse una vuelta por aquí”, pensé. Sentí entonces una especie de escalofrío y me volví hacia la puerta. Una mujer me miraba, con los ojos muy abiertos, fijamente. “Disculpe, entré sin avisar. Soy García Martín, profesor de Literatura. Veo que también le gusta trabajar los domingos”.
La mujer pareció de pronto despertar de algún sueño, le cambió la expresión, me sonrió. “Pero ¿no me conoces? ¡Vaya despiste el tuyo!”. Y entonces sí la reconocí, pero seguí sin saber su nombre. Era la mujer que había llamado una noche a mi casa, que había dormido en el sofá, que al día siguiente me había preparado el desayuno y luego la comida, pero que por la noche, cuando volví de mi habitual recorrido por las librerías y de tomar un café en el Rosal hojeando las piezas cobradas, había desaparecido.
“Ah, trabajas también en el Milán. Disculpa que no te reconociera. Soy muy despistado. Un amigo de Víctor Botas, catedrático de latín, me saludó una vez en un homenaje que le hicimos a Botas y luego se quejó a Inés Illán de que pasaba a su lado por el Milán sin saludarle”.
No hace falta que te disculpes –dijo—. De sobra sé que eres tan despistado como miope. Esa tienda —y señaló al cuadro—, era de mis abuelos. Cuando ellos murieron, hubo que cerrarla porque nadie en la familia quería ocuparse de ella. Yo me traje ese panel, y también lo principal, la maleta del tesoro. Porque en la tienda había una maleta, que le daba nombre. Una inmensa maleta, un baúl mundo, cerrado con muchos candados. Cuando éramos niños, yo y mis hermanos jugábamos a subirnos a él, fingíamos que era una montaña que había que escalar. Rogamos muchas veces a mi abuela que nos permitiera abrirlo. Ella siempre decía lo mismo: “Algún día, algún día…” Pero ese día no llegaba y nosotros estábamos cada vez más impacientes. Teníamos un amigo cuyo padre era cerrajero. Nos prestó las herramientas necesarias para hacer saltar las cerraduras, para romper los cerrojos. Pasamos una noche entera en la tienda, como si fuéramos ladrones. Cuando íbamos a levantar la tapa, ya hacía tiempo que había amanecido, y apareció mi abuela. “Qué impacientes”, dijo sin enfadarse. Nosotros estábamos avergonzados. “Abrid, abrid, si queréis”. Yo dije: “No, abuela, el baúl es tuyo. Si tú quieres abrirlo y enseñarnos lo que hay dentro, muy bien. Y si no, así quedará, cerrado, hasta que tú quieras”. Cuando murió mi abuela, mis hermanos ya se habían olvidado del baúl. Yo me quedé con él y con la enseña de la tienda. No quise más herencia. Un transportista me lo llevó a mi casa de Castropol. Hubo problemas en la frontera. La policía pidió al conductor que abriera aquel inmenso armatoste, en el que cabían varios cadáveres y no sé cuántas armas secretas. Él no sabía cómo hacerlo. El baúl fue confiscado. Unas semanas después apareció en mi casa, sin abrir, y allí sigue, cargado de tesoros.
“¿De qué das clases?”, le pregunté. “No soy profesora”. Y sin darme tiempo a que le expresara mi sorpresa por encontrármela en el Milán, añadió: “Vamos a casa, que es muy tarde”. Me cogió de la mano como a un niño pequeño. Y solo entonces me di cuenta de que me recordaba a alguien muy familiar.
“¿Me dejarás alguna vez abrir el baúl del tesoro, abuela?”, dije. “Por supuesto, cariño. Cuando seas mayor”. Luego me dio un beso en la frente y yo me quedé dormido, soñando con ese tiempo mágico en el que todo estaría permitido: “Cuando yo sea mayor…”.
Miércoles, 24 de noviembre
DENTRO DE UN AÑO
“¿Sabes lo que me gustaría?”, me dice Cristian mientras esperamos en la cafetería la hora de clase. “Fundar una biblioteca allá en mi pueblo, en Paraguay. Ya estoy preparando libros para enviar allí. Los iré guardando en casa de un amigo. Luego, cuando ahorre, compraré un terreno y levantaremos el edificio. No hace falta que sea muy grande. No, no es un disparate. El dinero de aquí en mi país vale bastante más”.
¿Cómo no va a ser un disparate? Cristian, emigrante sin papeles, trabaja ocasionalmente de pintor. Pero habla tan decidido, tiene tanto amor a los libros, que en seguida me pongo yo a colaborar en el disparate. “Podría hacerse, podría hacerse. No es tan mala idea. Libros ya tenemos: todos los meses he de sacar de mi casa, unos cuantos cientos a los que me cuesta encontrar dónde colocar. Al cabo de un año son más de tres mil: el comienzo de una buena biblioteca. Habla con tus amigos de Repatriación y seguro que te encuentran un local. Un aula libre en una escuela, por ejemplo. Construir un edificio no se descarta. Pero queda para más adelante. Cuando cedan el espacio, mandamos el dinero para las estanterías. Habría que darle un nombre a la biblioteca”.
Cristian me dice en broma que podría llevar su nombre. “Mejor”, añade luego, “algo así como La Casa de las Palabras”.
Perfecto. Empezamos. La gestión es cosa mía. Todas las cosas hermosas, antes de ser realidad, comenzaron siendo un sueño. Y yo no soy demasiado malo en gestionar los tiempos. Por eso pongo fecha: “Dentro de un año, en noviembre o diciembre, cuando aquí se acerca el invierno y allí el verano, inauguramos La Casa de las Palabras con una lectura de poemas”.
Como Cristian, tuve una infancia sin libros. Quizá por eso nada me hace más feliz que ayudar a crear una biblioteca.
Sonrío y recuerdo una frase que le oí a Danni Moretti: “Haber tenido una infancia pobre es una riqueza que no se agota nunca”.
Magnífica secuencia. Y anoto la sugerencia de cortar las escenas musicales de las películas de los Marx. Son insoportables; pero nunca se me había ocurrido una solución tan expeditiva... y obvia. Un saludo.
ResponderEliminarVoy a hacerte una confidencia, tal vez ya haya empezado a envejecer el deseo, ese perro, me ladra ahora menos a la puerta. Nunca he necesitado visitar curanderos del alma para saber los vastos que son los campos del delirio...
ResponderEliminarEugénio de Andrade
Estimado Sr. García Martín,
ResponderEliminaresta noche le envío otra canción. Si no la puede escuchar desde aquí, copie el enlace y péguelo en el buscador de internet. Antes he pensado en usted, y en todo lo que me viene a la mente, su mirada triste que casi se cruza con la mía, y en los momentos en los que le podría hablar, que son pocos. Luego, el pensamiento sale libre y todo es más facil. Lo que me hace afín a usted no es su literatura ni sus escritos de este blog; es una afinidad electiva que a veces me parece se entremezcla, como hace unos días, en los que le robé su mirada perdida, y me sentí como usted.
Aunque no le conozca, si usted está bien, yo también.
Le envío músicas porque es la forma más sublime en la que me encuentro.
Gracias, por leerme.
avis raris.
http://www.youtube.com/watch?v=9ol6VkMoFvY&feature=related
que fotos mas lindos.
ResponderEliminarson para el Sr. García Martín, y para sus amigos.
ResponderEliminargracias.
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ResponderEliminar............UOpUResD
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-BOTÁNICA-
Alphabeta Caducifolia: Arbusto en vías de extinción, afectado por Adormidera Cathódica.
Se encuentran ejemplares desmedrados en algunos patios de Ateneos y casas de salud.