domingo, 31 de enero de 2010

Línea roja: La arena del reloj

Domingo, 24 de enero
NO SOY SUPERSTICIOSO

Hace unos días, en el tren, me contaron una historia que parecía un sueño. De noche, una mujer de negro llamaba a la puerta de casa y luego, al abrazarla, se convertía en arena. Cuando la escuchaba, en el tren camino de Avilés, recordaba unos versos de Aquilino Duque: “Reloj de arena tu cuerpo. / Te estrecharé la cintura / para que no pase el tiempo”. A la mañana siguiente comprobé, espantado, que el reloj de arena que desde hace años tengo entre mis libros, había caído al suelo, se había roto y toda su arena estaba esparcida. El reloj me lo había regalado una amiga el 17 de junio de 1990, el día en que cumplía cuarenta años. Desde muy pequeño a Ernesto (como antes a Laura y a Alejandro) le había gustado jugar con él. Tengo muchas fotos en las que un bebé, como en las alegorías del año nuevo, sostiene el reloj de arena. En seguida llamé a mi amiga (lo sigue siendo) para que me encontrará otro igual, otro reloj que midiera mi tiempo al margen del tiempo durante los próximos veinte años.
Pero no fue el reloj lo único que se rompió ese día. Dejaron de funcionar el televisor, la cámara de fotos, el ordenador, y el techo de la cocina comenzó a gotear porque había una avería en el piso de arriba.
El viernes conseguí otro reloj, pero era más pequeño, casi una caricatura del que se había roto, y el sábado, mientras me duchaba, todo enjabonado, me cortaron el agua.
Casualidades, ya lo sé. Menos mal que no soy supersticioso, porque si lo fuera estaría verdaderamente preocupado.


Lunes, 25 de enero
NO SOY UN CABALLERO

Mentiría si dijera que me molesta discutir. Es mi deporte favorito. Me relaja. Otros juegan al ajedrez, yo hecho partidas de lógica y sentido común con cualquiera que se preste a ello. Llega Inés Illán a la tertulia y se pone a defender los toros por las maravillosas crónicas que se han escrito sobre la fiesta y por lo mucho que han aportado a la lengua española. Yo me froto las manos. Pero no se limita a eso. Añade que nos estamos pasando en la defensa de los animales, que una amiga suya le ha contado que en Miami a los perros les hacen trajecitos, les pasean en coches de bebé y los llevan al psicoanalista. Elena le da la razón: llevar el perro a la peluquería es otra forma de maltrato. Yo me vuelvo a frotar las manos. Soy un experto en echar abajo las generalizaciones abusivas. No en vano leo todas las semanas a Javier Marías.
Disfruto con mi esgrima verbal sin darme cuenta de la irritación de mis contrincantes. Sobre todo de Inés, que suele razonar con anárquica vivacidad burbujeante. Al final se levantan indignadas y me dejan solo con el libro que acabo de comprar, el Relox de príncipes de Fray Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo y precursor de Cunqueiro en el arte de las razonadas quimeras.
Ya sé que si yo fuera un caballero, me habría levantado a la vez que ellas y les habría pagado la consumición. Pero no, ahí me quedé, relajado, dispuesto a disfrutar con las fantasiosas erudiciones del obispo que fue consejero de Carlos V, viendo pasar por la ventana a mis dos amigas que manoteaban quejosas –eso me pareció-- por la paliza dialéctica que les había propinado. Sonreí. Está visto que no soy un caballero.


Martes, 26 de enero
POR PRECAUCIÓN

Vuelo a encontrarme en el Rosal con mis contrincantes dialécticas de ayer. Como algo he aprendido, esta vez trato de ser diplomático y no saltar ante cualquier inconsecuencia dialéctica. Y eso que resulta difícil porque se habla de los catalanes y los vascos, con la antipatía connatural al españolito de a pie, sea de derechas o de izquierdas. Como no hay nada más escandaloso que el sentido común, me callo lo que pienso: que el Estado es cosa de la cabeza y por eso se puede y se debe analizar si a Cataluña le convine más o menos formar parte del Estado español; pero la patria es cosa del corazón, ahí no caben discusiones. Nadie puede decirle a nadie cuál es su patria.
Callo y sonrío, mientras escucho arremeter desde el nacionalismo contra los nacionalismos ajenos. Podré no ser un caballero, pero he aprendido a ser un poco hipócrita. A veces no conviene decir lo que se piensa, no solo para conservar a los amigos sino porque cualquier comunidad tiene sus mitos –religiosos o patrioteros—
contra los que, por precaución, no conviene arremeter demasiado a las claras.



Miércoles, 27 de enero
CUÁNTAS HAZAÑAS

Mi maestro de lectura es el azar. Por la mañana no suelo saber qué libro leeré por la tarde: aún no lo he comprado. Hoy le toca el turno a las Cuestiones políticas y sociales, de Emilio Castelar, publicadas en 1870. “Este volumen –comienza el prólogo— guarda el trabajo de un año dedicado a fomentar la revolución. Empieza con un capítulo que habla de las reformas y concluye con ‘El rasgo’, con aquel artículo arrojado sobre la pólvora de las ideas democráticas, amontonadas en los cimientos del trono de los borbones por el espíritu revolucionario que anima a nuestro siglo”.
Había oído hablar mucho de “El rasgo”, pero hasta ahora no había tenido ocasión de leerlo. En 1864, al general Narváez se le ocurrió la brillante idea de que la reina, para sanear las arcas públicas, vendiera parte de su patrimonio, quedándose para ella con un 25 por ciento. Toda la prensa elogió su generosidad. Salvó Castelar que demostró, con la ley en la mano, que lo que la reina vendía no era propiedad suya, que el llamado patrimonio real era, en realidad, patrimonio nacional. Como consecuencia, se le destituye de su cátedra. Los estudiantes protestan; las tropas intervienen. En la noche de San Daniel, el 10 de abril, varias cargas de caballería producen numerosos muertos y heridos. Testigo de ello fue un callado estudiante canario, Benito de nombre, que luego llevará la historia a sus novelas.


La retórica encendida de Castelar me trae a la memoria viejas lecturas adolescentes de los Episodios nacionales: “¡Cuántas hazañas! Bilbao se mantuvo gloriosa contra los esfuerzos del primer capitán carlista. La noche de Luchana recuerda el heroísmo antiguo, y merecería tener un romancero. El sitio de Morella fue verdaderamente épico. El cielo era inclemente para nuestros soldados. Caíales la nieve sobre los rotos uniformes de verano. Pisaban con los pies desnudos un campo helado. Las raciones, ni eran muchas, ni buenas. Pero el fuego de su idea vestía su alma de resplandores celestes y enardecía sus corazones para pelear y morir. Por todas partes dejaron señales de su valor, y el herido al caer, y el moribundo al expirar excitaban con su ejemplo y con su alegre resignación a sus compañeros a sacrificarse por la libertad y la patria, a vivir la vida de los héroes, a morir la muerte de los mártires”.
Qué lejos nos quedan tan épicas heroicidades. Tanto como Viriato, aquel pastor lusitano (y por ello portugués) que cuando era niño me enseñaron a admirar como ejemplo de las virtudes de la raza española. Todas las patrias se alimentan con patrañas, pero solo somos capaces de ver las patrañas que nutren las patrias ajenas.


Jueves, 28 de enero
LA AMENAZA

Un amigo me dice que se va a casar. Le felicito. “Y tu, ¿cuándo? Ahora ya se puede escoger”. “Eso es precisamente lo que a mí me gusta: escoger, no comprometerme a leer el mismo libro durante el resto de su vida”.



Viernes, 29 de enero
DE AYER A HOY

La lectura de Castelar me lleva a releer un cuento de Emilia Pardo Bazán que da otra visión de las guerras carlistas. Los liberales utilizaban también la guerra sucia, grupos paramilitares con secreta autorización para cualquier barbarie, según nos cuenta en “Las desnudadas”. Utilizaban los mismos métodos que los guerrilleros, pero “mientras el guerrillero, bien acogido en pueblos y aldeas, encontraba raciones para su partida y confidencias para huir de la tropa o sorprenderla descuidada, el contraguerrillero, recibido como un perro, solo por el terror conseguía imponerse; siempre le acechaban la traición y la delación; siempre oía en la sombra el resuello del odio”.
Cuando comento este cuento en clase, siempre recuerdo Vietnam y Afganistán, pero las palabras de la católica y conservadora Emilia Pardo Bazán permiten otras más cercanas y subversivas comparaciones: “En guerras tales, el país está de parte de los guerrilleros; o por mejor decir, las guerrillas son el país alzado en armas, y el contraguerrillero es el Judas contra el cuál todo parece lícito y hasta loable”. Poco cosas has cambiado: “Interpelado el Gobierno en pleno Parlamento acerca de algunas atrocidades de aquel bárbaro, protestó de que eran falsas, y que, si fuesen verdad, recibirían condigno castigo; pero realmente las instrucciones dadas al general encargado de pacificar el territorio en que funcionaba la contraguerrilla encerraban la cláusula de dejarla aterrorizar a su gusto y cuanto más mejor”.



Sábado, 30 de enero
CUENTA HERODOTO

“No juegues con los fantasmas”, me advierte un amigo. “Acabarás convirtiéndote en uno de ellos”.
Pero yo no creo en los fantasmas. Sí en las casualidades inexplicables. En el libro de Fray Antonio de Guevara encuentro una historia, que él atribuye a Herodoto, y que tiene que ver con un reloj de arena. Al emperador de Persia le regalaron un reloj que tenía la virtud de que, al darlo la vuelta, hacía retroceder el tiempo la media hora que tardaba en caer la arena. Por eso el emperador no se equivocaba nunca. Si cometía un error, el esclavo que le acompañaba siempre con el reloj no tenía más que darle la vuelta para que pudiera rectificar. Un día el esclavo lo dejó caer y la arena dorada se esparció por el suelo. Fue el comienzo del fin. Al emperador acabaron cortándole la cabeza.
Si no se me hubiera roto el reloj de arena, cuando en una discusión le meto el dedo en el ojo al amigo que practica el pensamiento gaseoso, la generalización abusiva y el prejuicio patriotero, podría darle la vuelta, volver atrás, callar, sonreír, no hacer sangre.
A fin de cuentas, un caballero nunca se empeña en tener razón, especialmente si la tiene.

2 comentarios:

  1. ¡Mira Joselito que me estás buscando y me vas a encontrar!

    [i]In umbra igitur pugnabimus.[/i]

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  2. Me alegra ver que no soy la única persona que pierde las formas cuando le llevan la contraria. Yo hacía tiempo que había perdido la costumbre de entrar en ese tipo de debates, pero la influencia de García Martín me ha animado últimamente a compartir mis descubrimientos ideológicos con mi habitual contertulio. Lo malo es que no se deja aleccionar tan fácilmente y, escudado en una envidiable flema, rebate todos mis argumentos aplicando muchas veces una descarada tangencialidad. En realidad prefiero que sea así, porque darse la razón mutuamente me parece aún más insoportable que querer tener razón a toda costa. Quizás lo mejor sea el silencio, como dice Alfonso Sanz Echevarría.

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