domingo, 15 de noviembre de 2009

Línea roja: Deprisa, deprisa

Sábado, 7 de noviembre
NO PENSAR


Sentado en primera fila del autobús, mientras la cinta de la carretera se desliza hipnóticamente ante mí, trato de no pensar en nada. Pero aún no soy lo suficientemente sabio para conseguirlo.
“Todo lo que no es normalidad es monotonía; todo lo que no es racionalidad es vulgaridad”, escribió no sé quién, quizá Eugenio d’Ors.
Detesto lo extraordinario, aborrezco el exotismo. Esta ruta forma también parte de mi rutina. Cuando crucé el Pajares, amanecía y los primeros rayos coronaron de rosa una de las cumbres rodeada de nubes oscuras. Fue el primer regalo.
Trato de no pensar en nada, de hacer colección de estampas, como un pintor japonés, pero me temo que voy a tener tiempo para pensar en todo.
El viaje en autobús de Oviedo a Cáceres está previsto que dure ocho horas, pero siempre regalan algo más de propina. Hace medio siglo que me vine a Asturias. Y ahora que lo pienso quizá fue el único viaje de mi vida, y no dependió de una decisión mía: tenía nueve años. Los demás viajes no pasaron de excursiones por los alrededores de casa. No volví a cambiar de paisaje ni de paisanaje. Soy sedentariamente afortunado. Las turbulencias del azar no me han zarandeado de un sitio a otro, como a tantos.
Voy a Cáceres a un encuentro de escritores, y no puedo dejar de recordar la primera vez que regresé a mi tierra con un propósito semejante. Aquel congreso lo inauguraba el ministro de Cultura, Ricardo de la Cierva, y lo presidía la elegante esfinge de Pedro de Lorenzo. Qué remotos, casi medievales, resultan esos nombres. En estos casos siempre acabo contando la misma anécdota. Una vez, en uno de los cursos veraniegos de Santander, rodeados de los jóvenes poetas a los que habíamos antologado, le dije a Luis Antonio de Villena: “Ya vamos siendo viejas glorias”. Y él entonces me miró desdeñoso, por encima del hombro, como pensando “¿qué se creerá este?”, y respondió: “Viejas somos todas; glorias… solo algunas”.


Domingo, 8 de noviembre
NUEVA ADMIRACIÓN

Cruzo la Plaza Mayor, atravieso el Arco de la Estrella, recorro una vez más las calles y plazas del viejo Cáceres. Podría ir de un palacio a otro, de una iglesia a otra con los ojos cerrados, y sin embargo nunca deja de asombrarme tanta maravilla. Me vienen a la memoria, los versos que Segismundo le dice a Rosaura en La vida es sueño: “Con cada vez que te veo / nueva admiración me das, / y cuanto te miro más / muy más mirarte deseo”.


Pero también cada vez que vuelvo me encuentro con un regalo inédito. Esta vez se trata del palacio de los Becerra, en la plaza de San Jorge, convertido en sede de la fundación Mercedes Calle. Tiene el sobrio caserón tanto de museo como de almoneda. Yo lo siento lleno de fantasmas. Aquí están las obras de arte que coleccionó doña Mercedes Calles Martín-Pedrilla y también sus objetos personales, sus fotografías, los cuadernos manuscritos en que anotó impresiones de viaje, íntimas perplejidades. Me asomo a los historiados espejos y contemplo en ellos la luz de otro tiempo.
En la sala de exposiciones, dedicada a la cerámica portuguesa, me encuentro con un viejo amigo, Fernando Pessoa, y a la memoria me vienen los versos de “Tabacaria”: “No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”.
Yo también tengo en mí todos los sueños del mundo y no soy nada y nunca seré nada, pero me gusta dialogar con los fantasmas y pensar que algún día seré uno de ellos. Entonces, viajero que juegas a perderte en el hermoso laberinto del viejo Cáceres, seguro que te encuentras conmigo al doblar una ventosa esquina o en las salas de cualquier viejo palacio. No me parece la peor manera de pasar la eternidad.


Lunes, 9 de noviembre
EL ORIGEN DEL MUNDO

Creo que era Marià Manent quien decía que todos tenemos un Bosque, una Fuente, un Río, una Montaña con mayúscula, con los que comparamos a todos los demás. Son el bosque, la fuente, el río, la montaña que conocimos cuando niños. Mi país primordial está entre Salamanca y Extremadura, abarca la sierra de Béjar, el valle del Ambroz. Aunque viaje con los ojos cerrados, noto cuando me acerco, el corazón me late más deprisa. Los castaños y los robles están especialmente hermosos en estos días de otoño. Al ir y al volver paso por delante de la antigua estación de Béjar. Fue el destino de mi primer viaje en tren. Recuerdo bien la aventura, con el monstruo humeante tirando de los vagones de madera y la ciudad derramada inmensa sobre una alargada colina. Y en Baños de Montemayor me aguarda una vez más la cerrada curva que una vez hizo exclamar a una señora: “Parece Montecarlo”. Y yo me sonreí de aquella extravagancia hasta que pude comprobar que ciertamente era muy semejante a otra que hay en Montecarlo y que da mucho juego en no sé qué carreras de coches.


Antes la carretera pasaba exactamente por delante de mi casa. Desde la ventanilla del autobús podría tocarse el balcón en que miraba las estrellas cuando niño. Ahora la nueva autovía rodea el pueblo. Me gusta verlo así, derramado, con las torres de las dos iglesias, la de la parte de Arriba y la de la parte de Abajo, y destacando especialmente sobre el caserío el edificio de la escuela. Las incomodidades del largo viaje en autobús se justifican por estos pocos minutos, llenos de maravillas. Allá distingo el perfil del Pinajarro, acá, sobre la ladera, el blanco caserío de Segura de Toro o de Casas del Monte; por ahí se va a la Abadía, donde estuvo el mágico jardín de los duques de Alba que supo de las ensoñaciones de Garcilaso y que ahora solo pervive en los versos de Lope de Vega: “Cantaré del jardín del Abadía, / famoso donde nace y muere el día”.
Aquí está el origen del mundo, aquí todo huele a infancia y paraíso. Pero necesito cruzar así, raudo, para que la ensoñación se mantenga. Más de un hora en mi pueblo y siento que me falta el aire, que tengo que seguir carretera adelante. Lo quiero mucho, pero no lo soporto. Me pasa también con las personas que más quiero. Quizá por eso vivo solo.


Martes, 10 de noviembre
MÁS DEPRISA

Leo El piloto ciego, de Papini, y no puedo dejar de sentirme identificado: “¡Más deprisa, más deprisa! ¿Dónde está el director de orquesta del mundo? ¡Llamadlo, que se presente enseguida ante mí! ¡Acelerad el ritmo, apurad el tiempo! ¡Más deprisa, más rápido! ¡Más deprisa todavía, más rápido todavía! ¿No sentís cómo se arrastra despacio y lento este perezoso mundo? ¡Parece un anciano gotoso, un cojo decrépito, un enfermo atontado!”
Sí, yo también, perpetuo acelerado, quiero vivir toda mi vida en un día: “Niño por la mañana, amante al mediodía, poeta al atardecer, sabio al caer la noche. ¡Que las estaciones se sucedan a cada instante, que nazca y se ponga el sol cada minuto, que cada latido de mi corazón marque un nuevo placer!”
Deprisa, siempre deprisa… Y al fondo, sin querer escucharlos, los versos de Yeats que afirmar que esta inquietud “es tan solo nostalgia de la tumba”.



Miércoles, 11 de noviembre
UN PUÑADO DE HIGOS

Pocas veces el destino actuó de manera tan acelerada como en el caso de Masaniello, el vendedor de pescado del Mercado napolitano que pasó de no ser nadie a ser el dueño de la ciudad mientras el virrey se recluía asustado en el Castell Novo; de ejercer con sabia ecuanimidad la justicia y dar ejemplo de modestia, a enloquecer con el poder absoluto como un emperador romano que dispone a su capricho de las vidas de sus súbditos, y de ser asesinado y arrastrado su cadáver por las calles de la ciudad a venerársele como santo y a celebrarse en su honor el más glorioso funeral hasta entonces conocido. Y todo ello no en pocos años, ni siquiera en pocos meses: “En el corto espacio de tres días, Masaniello fue respetado como un monarca, muerto como un facineroso y honrado como un santo”.
Escucho el aria final del Masaniello furioso, de Keiser, y vuelvo a pasear por la Piazza del Mercato, por la Piazza del Carmine, por los desvencijados rincones de Nápoles que tan poco parecen haber cambiado desde aquel día de 1647 en que un puñado de higos arrojados al suelo desencadenó el más extraño desafío al que se hubiera enfrentado nunca el imperio español.


Jueves, 12 de noviembre
EL FILÓSOFO DOLIENTE

Mientras habla Rada Panchovska, en el aula José Gaos, de las traducciones al búlgaro de literatura española, yo recuerdo alguno de los aforismos del ilustre trasterrado: “En amor es inútil pedir piedad; si hace falta pedirla es porque aquel a quien se la pide ya no la tiene”.
La hija de Gaos escribió unos recuerdos del padre que a mí me pasó Ricardo, el taxista que me lleva habitualmente al aeropuerto; a él le había regalado el folleto la autora. A Gaos le importaba su obra, su carrera profesional, no la familia. Un día decidió irse a vivir solo en busca de mayor tranquilidad; su mujer, que le admiraba y le quería, le dejó marchar, dolida, pero sin reproches. Parece que no era solo tranquilidad lo que buscaba, que también había una devota discípula. El caso es que cierta tarde, después de llevar más de un año fuera, al llegar a casa se lo encontró acostado en el lecho conyugal. “No me encuentro bien –le dijo--, he vuelto unos días para que me cuides”.


Viernes, 13 de noviembre
EL VIAJERO INMÓVIL

No sé hacer solo una cosa, no sé estar en un solo sitio. Mientras veo la televisión, leo un libro; mientras escucho una conferencia, si no puedo leer, preparo el artículo del día siguiente; mientras espero a que cambie el semáforo, escribo haikus.
Deprisa, siempre deprisa, tratando de no pensar en lo que no puedo dejar de pensar

2 comentarios:

  1. Corrijo, estaba usted en la segunda fila del bus. Y no le salude porque seguramente no se acuerda usted de mí (no tendría porque). Vaya viaje que me dieron lso guajes que iban a Oviedo de fiesta.

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  2. El único viaje, y lo demás excursiones: qué idea tan hermosa y tan honda. Muchas gracias.

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