sábado, 20 de diciembre de 2025

La rueda de la fortuna: Regalos de Navidad

 

Sábado, 13 de diciembre
RUE SAINT-GEORGES

Regalo del azar, sobre la mesa central de mi librería de viejo favorita encuentro un montón de llamativos ejemplares de L’Illustration, aquella revista francesa que pretendía contar en imágenes la historia del mundo. Paso las satinadas páginas, la fascinante publicidad, la falsa felicidad de 1936, la euforia futurista de 1939, año de la Exposición Universal de Nueva York, las épicas apelaciones al Imperio de 1940, ya declarada la guerra, y de pronto me fijo en la dirección: 13, Rue Saint-Georges.

            Conozco bien esa calle. No la olvidaré nunca. Hace veinticinco años viajé por primera vez a París. No iba solo, pero allí me quedé inesperadamente solo. Aunque habíamos discutido algo durante el viaje, no me imaginaba el final. Nunca hasta entonces había sido abandonado (luego adquiriría cierta experiencia). Marché sin dar un portazo, en apariencia tomándomelo con mucha calma. Callejeé como si no hubiera ocurrido nada. Era un hermoso día de invierno, soleado y frío. Recordé a Baroja en los jardines del Luxemburgo y a Balzac (también a Cortázar) en el Pasaje de los Panoramas. Cuando anocheció, me di cuenta de que no tenía dónde ir, de que no tenía ganas de ir a ninguna parte. Veía a toda la gente, cargada de aparatosos paquetes navideños, risueña y feliz, y me sentía cada vez con menos ganas de seguir viviendo. Un grupo de niños cantaba un villancico. A mí, como en un mal melodrama, se me llenaron los ojos de lágrimas. Estaba apoyado en el pretil de un puente, creo que el Pont Neuf. No sé cuánto tiempo estuve allí. Un hombre se me acercó de pronto. Ya no recuerdo qué me dijo, ni qué le contesté. Debió notar mi desesperación. Me cogió de un brazo y me llevó al interior de un concurrido café, al comienzo del bulevard Saint-Michel. Yo estaba aterido. Allí reaccioné un poco. Luego tomamos un taxi. “¿A dónde quiere que le lleve?”, me preguntó. Yo me encogí de hombros. Él entonces dio una dirección al taxista. Cuando subíamos por la escalera (no había ascensor) hasta las recónditas buhardillas, me asusté un poco. ¿Qué pretendía de mí? En aquel minúsculo habitáculo, bajo de techo, con solo un ventanuco sobre el laberinto de tejados, con cuarto de baño colectivo al final del pasillo, viví dos o tres semanas. Había una cama, una mesa con una silla, una estantería cargada de libros. Marcel (el apellido lo he olvidado) me dio la mano y marchó sonriente. Vivía en el principal del mismo edificio. Me dijo que podía quedarme el tiempo que quisiera y que, cuando me fuese, le dejara las llaves a la portera. Dos días después, fui a darle las gracias, pero no estaba. Para entonces mi desesperación se había disipado como el humo que ascendía de las irregulares chimeneas. Algún día contaré aquellos días de feliz flâneur en una ciudad que, como diría Vila-Matas, no se acaba nunca.

            A Marcel le escribí, ya desde España. Las cartas me fueron devueltas. ¿Anoté mal la dirección? No lo sé. Ahora, mientras hojeo L’Ilustration, regalo navideño del azar, pienso en lo que habría sido mi vida, cualquier vida, sin la inesperada bondad de los desconocidos.

Domingo, 14 de diciembre
EL REGALO DE HORACIO

Ayer sábado no era día de libros en el Fontán, pero allí había un puesto que yo no había visto antes. Todos, a un euro, procedían de una misma biblioteca, según se leía en un sello utilizado con profusión. Solo compré las Sátiras de Horacio, porque me llamó la atención la sugerente cubierta de Francisco Mellado, pintor e ilustrador modernista.

Lo que no me podía imaginar es que dentro traía un regalo: varios recortes de periódicos con artículos míos que yo ni siquiera recordaba. Por la tipografía me parece que proceden de La Razón, donde yo colaboré algún tiempo y nadie que yo conociera me leía.

Copié uno de esos artículos ayer en este cuaderno. No recordaba nada de esa aventura. ¿Sería verdad o sería un cuento? Cuando pasan los años, cualquier vida se convierte en cuento que pronto se lleva el viento del olvido.

Lunes, 15 de diciembre
EL REGALO DE EUGENIO

Un querido amigo, el poeta Eugenio Bueno, siempre me enviaba por estas fechas un villancico caligrafiado con su hermosa letra de viejo maestro. No sé cómo se las arreglado para enviármelo este año, pero al despertar yo lo tenía entero en la cabeza, aunque solo el final me parece suyo:

Todos juntos de la mano / han llegado hasta el Portal, / diputadas, diputados /y algún otro mandamás.

El abuelito González / le da una palmada al nuevo / y no duda que es buen chico, / pero le hace falta freno.

Canta dulce Zapatero, / mientras se le acerca Guerra / a decirle que Machado / le da a Borges cien mil vueltas.

A Ayuso, lánguida Ayuso, / más de un vetusto galán, / si no estuviera prohibido, / querría piropear.

Comparando su muslamen, / se ponen a cuchichear, / muy en rollo de machotes, / Abascal y Rufián.

Los podemitas no quieren / ya los cielos asaltar, / que bien se conformarían / con no ser menos que Más.

En la puerta hay un viejales / que no se atreve a pasar. / “Ayer era rey de España, / hoy un paria a mi pesar”

“Pasa, pasa, cabroncete”, / le dice el señor Aznar, / “que latrocinios y Bárbaras / son ya cosa de olvidar.

Tras abrazarse felices, / cantan juntos a una voz: Escucha, hermano, la / canción de la alegría…/ (Un poquito desentonan / una y otra señoría.)

María, el dedo en los labios,  /a todos hace callar: / “Tranquilos, señores míos, / dejen ya de alborotar, / que al Niño, que se ha dormido, / me lo van a despertar”.

Jueves, 18 de diciembre
OTRO REGALO

Escuchado a una mujer mayor que hablaba por teléfono en el autobús: “A los hijos hay que quererlos a todos por igual y a cada uno más que a ninguno”.

Yo tuve esa suerte. 

Viernes, 19 de diciembre
MANUAL DE ASOMBROS

A punto de cumplir ochenta años, una mujer que ha escrito miles de páginas, quizá la mujer más seductora que haya existido nunca, anota en su cuaderno: “No sé si ya estoy preparada para escribir un libro sobre el amor”.

            En esta mañana invernal, qué agradable olvidar por un rato la sangre y el petróleo, las gloriosas patrañas de los truhanes de este y el otro lado del Atlántico, pasear por una librería de viejo sin buscar nada concreto, seguros de que el azar es siempre el mejor guía.

            Y no me defrauda: por pocos euros me llevo a casa uno de los rojos tomos de las obras completas de Colette, casi dos mil páginas de asombro y maravillas.

            ¿Me lo llevo a casa? No, no puedo resistir la tentación y allí mismo comienzo a hojearlo. Una jovencita provinciana se casa con un escritor famoso y a poco de la boda éste le dice: “Tendrías que garabatear tus recuerdos de la escuela. No temas los detalles picantes... Estamos mal de fondos”. El resultado es la primera entrega de las aventuras de Claudine, firmada, como las siguientes, por Willy, el marido vividor y aprovechado.

            No incluye este tomo las obras más famosas de Colette, sino sus desordenadas memorias, colecciones de artículos, cuadernos de notas. Los títulos lo dicen todo: Para un herbario, Aventuras cotidianas, Al alcance de la mano...

            Nunca he viajado tanto como cuando era niña, nos cuenta; abría alguno de los tomos de Le tour du monde y sólo regresaba tras haber visitado un continente desconocido provista de un par de mulas llenas de mataduras, cuatro indígenas aptos para todas las traiciones, un puñado de armas y un sombrero comprado en una esquina del muelle.

            Viajes soñados de la infancia, viajes en trineo, en calesa y hasta en asno; viajes no menos soñados de la vejez, cuando manos amigas hacen subir la silla de inválido al avión: “Niza ha ascendido hasta mí, blanca y verde; Fez ha abierto su larga cuna; de un pelaje de león, brevemente desenrollado, me han dicho: Es el desierto”.

            Viajes sin salir de casa, de aquel ruinoso y majestuoso apartamento del Palais Royal, las ventanas abiertas a un rectángulo de verdor en cuyo centro brilla el estanque como una piedra de sortija: “Primeras horas del día, breve juventud de la luz, cuando era una niñita provinciana, cómo os quería ya”. Sola, o en compañía de príncipes felinos, como aquel magnífico bastardo, Kiki-la-Doucette, cuyos ojos verdes, de intacta alegría, llenan tantas de sus páginas.

            Colette va a cumplir ochenta años. “No sé si ya estoy preparada para escribir un libro sobre el amor”, anota. Y luego: “A fuerza de orgullo, puedo soportarlo todo: la escasez de dinero, la soledad, este dolor insomne, pero que no me quiten mi cotidiana ración de asombro”. Tuvo la suerte de morir –quiñen como ella-- sin haber dejado de sentirse deslumbrada por la cotidiana maravilla del mundo.

 

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