viernes, 22 de julio de 2022

De andar y ver: Recinto murado

 

PRIMER CAFÉ

“Cada vez hay menos cafés donde poder depositar nuestro cansancio durante unas horas, abrir un libro y zambullirse en sus aguas con el rumor de las conversaciones imitando al del mar”. Sonrío al leer a Juan Bonilla entonando la enésima elegía a la desaparición de los viejos cafés. Lo hace en el prólogo a Los azucarillos del café Bretón, un libro que leo en uno de mis cafés favoritos, el Noor, en la Avenida de Torrelavega. El café Bretón, de Logroño, tuvo la feliz idea de imprimir en los sobres de azúcar un texto literario alusivo al café. Ahora los ha reunido en un volumen. En la introducción, José Ignacio Foronda, que es poeta y fue camarero, advierte al lector de que, entre la multitud de autores, se va a encontrar “con el corrillo de los poetas asturianos (Botas, López-Vega, Almuzara, García Martín)”. Y yo vuelvo feliz a una de las tertulias en el viejo Óliver. El poema de Víctor Botas utiliza magistralmente la técnica del engaño-desengaño, estudiada por Bousoño, y termina señalando un precio a la “indolente tacita de café”, cinco duros, que nos sitúa en tiempos ancestrales, pero que yo viví. Martín López-Vega nos habla del café de la Paix, en París, cerca de la Ópera, mientras que Javier Almuzara se refiere al café de Luxembourg, donde nunca estuvo, pero en el que sigue viendo “al hombre que barre las hojas caídas en su inútil intento de borrar el pasado y solo consigue facilitar el camino al invierno”. Alude a un poema de López-Vega, incluido en su libro Travesías, que recuerdo haberle visto escribir sentados los dos en ese café parisino. En este otro, el Noor, al que llego cada día a las diez de la mañana, yo apenas he escrito poemas, pero he leído unos cuantos libros, siempre sentado en la mesa del fondo, distrayéndome alguna vez con las conversaciones, escuchando a Abbas, que es el dueño, el camarero y el alma del café, saludar a los clientes por su nombre. Lo literario de algunos cafés —el Florián, A Brasileira, el Gijón— suele ser historia antigua; a los que son historia viva les gusta pasar de incógnito. En los cafés históricos de Viena —los que frecuentaban Stefan Sweig y Hofmannsthal y Karl Kraus—, hacen cola los turistas y te llaman la atención los camareros si te demoras con una consumición más de quince minutos, pero en los viejos barrios de Viena siguen quedando cafés como los de antes, en los que puedes sentarte tranquilamente a leer un libro. Como en otra Brasileira, la de Braga, donde no estuvo Pessoa, pero estuve yo, y de incógnito, como suelo estar en todas partes.

FINCA “LA REDONDA”

En Avilés y en Oviedo, todo lo tengo a mano. Lo mejor de Gijón me queda a trasmano. Este jardín, por ejemplo. Qué deslumbramiento cuando dejo el gris edificio de entrada, y la casi aún más gris exposición de Ferrero y Galano, avanzo por el estrecho camino de la derecha y se abre deslumbrante ante mis ojos. En la Fundación Evaristo Valle había estado una única vez hace treinta años y desde entonces me había propuesto volver, pero hasta ahora no había encontrado la ocasión o la había ido dejando pasar. El cielo, muy asturiano, de azul y nubes (en Asturias, un cielo completamente azul no deja de ser una ordinariez); la hilera de castaños de Indias bordeando el césped, el caserón al fondo con su palmera y su torre con cucurucho: me parece haber encontrado el escenario de El gran Meaulnes, el ensueño adolescente de Alain-Fournier, el escenario de la felicidad. Camino lentamente, de asombro en asombro, saludo a los tilos y a los tejos, al cedro del Líbano y al del Atlas, al ciprés y al falso ciprés (él prefiere que le llamen ciprés de Lawson), al abeto del Cáucaso y al cedro japonés, con su copa ofrecida y dividida. Más que el espino albar y los dorados tejos recortados, los ejemplos del “arte toparia” en los que el jardinero parece ser Eduardo Manos Tijeras, prefiero los rincones boscosos, asilvestrados, donde el artificio se disfraza de naturaleza.

            En un pasaje de sus Recuerdos de la vida del pintor, se refiere Evaristo Valle a una criatura prodigiosa de Lloreda, en los alrededores de Gijón, a donde iba a pasear con un amigo: “Recuerdo que allá abajo, por donde corría un riachuelo, había un árbol que me tenía embelesado. Según la luz, cambiaba de color. Ni era roble, ni castaño, ni álamo ni pino. Pregunté a los campesinos, pregunté a mi amigo; nadie supo darme su nombre verdadero. Fue una de esas cosas que, rompiendo las habituales monotonías, Dios nos presenta de pronto para que en nuestro pasmo le recordemos. No lo he olvidado nunca. Cuando regresé de París, lo primero que hice fue volver a Lloreda para ver ese árbol. No lo encontré. Quizá lo habían cortado o quizá no había existido nunca”.

            Yo creo haberlo encontrado aquí, en este jardín de “La Redonda”, en este recinto mágico y murado. Está muy cerca de la antigua entrada, de la que apunta hacia la plazoleta de Villamanín. Cuando regrese, espero que a no tardar, ¿me seguirá esperando? La luz y el silencio de esta tarde no se repetirán; a cada instante, el mundo es otro. Nada está a salvo del tiempo, ni en este jardín ni en el jardín de la memoria.

QUÉ PERSONAJE

¡Qué personaje Evaristo Valle! Anduvo por el París del fin de siglo, el París de Rubén, de los Machado y de Gómez Carrillo, el del simbolismo y el affaire Dreyfus; también, más fugazmente, por Londres y Nueva York, y naturalmente por Madrid, pero en realidad no salió de Gijón. En los años veinte, publicó en El Comercio las divertidas crónicas de un viaje a Egipto, pero las escribió sin salir de su casa en la calle Corrida. Le dieron y le quitaron una beca porque los cuadros que supuestamente enviaba desde París los pintaba refugiado en Noreña. Nunca salió de Gijón, ni siquiera cuando estaba fuera de Gijón; de los periódicos locales, le pedían la caricatura sobre alguna figura o figurón de la villa y él cerraba los ojos y le bastaban cuatro trazos para retratarlo por dentro y por fuera. Durante largas temporadas padeció de agorafobia (cuentan que pedía un taxi cuando tenía que cruzar la calle) y no sé si habrá estado a gusto en este hermoso jardín que ahora le recuerda. Era la casa de su sobrina, a la que mucho quería, pero aquí estuvo solo de visita. Ahora es la residencia que ha escogido para pasar la eternidad. No podía haber encontrado un sitio mejor. Demasiado hermoso, quizá. Salgo del caserón y no recuerdo ninguno de sus cuadros coloristas y carnavaleros. Me entretiene más la colección de caracolas que su padre trajo de Filipinas, o el horror vacui de su reconstruido despacho (una instalación artística a lo Gómez de la Serna) o la biblioteca, que no es su biblioteca, sino la de José María Rodríguez González, el marido de su sobrina, financiero y político, amigo de Ortega, que aquí estuvo alojado buena parte del mes y medio que, en 1915, pasó en Asturias dedicado “no a estudiar la vida asturiana, sino más bien a lo contrario, a descansar de mi vida castellana”. Me gusta pensar que aquí escribió esa frase que yo suelo citar cuando cruzo, de vuelta, el túnel del Negrón: “Lo primero que vemos los castellanos al llegar a Asturias es que no vemos.” 

VUELTA  A MI MUNDO

Los viajes, siempre de ida y vuelta, como titulan su exposición —tan emborronada de melancolía y con alguna que otra insignificancia— Ferrero y Galano. Y a  ser posible en el mismo día (de no serlo, en la misma semana). Pero si se trata de dar la vuelta al mundo, podría alargarme hasta los quince días.

CAFÉ CON HISTORIAS

Si paso por Gijón y no tomo un café en el Dindurra, no paso por Gijón. Al principio, pensé que, al remozarlo, le quitaban su pátina y lo convertían en un pastiche algo pastelón. Pero es todo lo contrario, le han devuelto a su momento de máximo esplendor, a 1931, el año de la República, a la decoración art déco de Manuel del Busto. Unos paneles junto a la puerta que comunica con el teatro explica su historia. La leo y por la memoria va pasando mi propia historia. Aquí he hojeado, o leído íntegros, los libros que acababa de comprar en Paraíso o en Vetusta, la librería de Tino, al que recuerdo antipático y bigotudo, aquí se me acercó Juan Cueto para invitarme a colaborar en Los Cuadernos del Norte y presenté mi libro sobre Pessoa. Cierto que ya no es el Dindurra que recuerda Juan Bonilla “con sus periódicos extranjeros en una percha a la entrada” —ahora esos periódicos llegan al teléfono—, pero todavía sigue siendo un buen lugar para sentarse a leer El Comercio mientras algún transeúnte con paraguas cruza tras el ventanal como en una estampa de Pelayo Ortega.




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