jueves, 12 de agosto de 2021

Mil y un fantasmas: Incidente en Ginebra

 

En alguna parte había leído que yo era bueno resolviendo misterios y quería contratarme. “Solo lo soy en la ficción”, respondí. Estábamos en un restaurante portugués cercano a los Bains de Pâquis, en Ginebra, y acabábamos de conocernos. Yo había llegado a la ciudad aquella mañana y lo primero que hice fue subir a Instagram un selfie con el Jet d’Eau al fondo. Al poco tiempo, recibí un mensaje. “¿Está en Ginebra? Si le parece, podemos cenar juntos esta noche. ¿Dónde se aloja?”

Al principio, pensé no responder. Éramos solo amigos de Facebook, o sea que no nos conocíamos de nada. Luego recordé que, hacía algún tiempo, me había enviado un libro de versos y que trabajaba en Naciones Unidas. Como nada me deprime más que cenar solo en una ciudad a la que acabo de llegar, le dije dónde quedaba mi hotel y ella me sugirió un restaurante cercano. Ahora estábamos frente a frente, tras haber hecho el pedido, esperando a que nos sirvieran. Era de un rubio oscuro, tendría unos cincuenta años, sonreía un tanto nerviosa. Comenzamos hablando de literatura. A Gamoneda le había gustado mucho su libro; también a Antonio Colinas, de quien era una gran admiradora; se escribía con Clara Janés y la sirvió de guía una vez que pasó por Ginebra. Y de pronto, como en una película de los años cuarenta, el elogio de mis capacidades detectivescas y su deseo de contratarme. Creí que no iba en serio y le seguí la broma. Pero iba. Había dado con una chiflada, qué se le va a hacer. Parezco un imán para quienes no están en sus cabales. “Mañana tengo que madrugar; he de retirarme pronto”, dije.  “Tomemos una copa aquí cerca y se lo cuento todo. No le entretendré mucho”. Me resultó imposible negarme, aunque bien que lo intenté.

 

LO QUE ME CONTÓ LA MUJER

En el bar de un hotel frente al lago, el mismo en que se alojaba la emperatriz Isabel cuando salió a dar su último paseo, me contó una historia que al día siguiente me era difícil de reconstruir en todos sus detalles. “Se trata de que encuentre a una persona, de que la encuentre o de que al menos averigüe lo que le ha pasado, porque me temo lo peor. Se trata de mi compañero de piso aquí en Ginebra, mi mejor amigo. No somos pareja, aunque algunos lo piensan. Es gay, bien parecido, y uno de los edecanes o secretarios, o como quiera llamárseles, del rey Juan Carlos, cuando todavía era rey de verdad y no a título honorífico, se encaprichó con él. Le invitaron a numerosas fiestas privadas, ya sabe usted a qué me refiero, y él no tuvo mejor idea que hacer algunas fotos. Los teléfonos móviles debían dejarlos fuera, por supuesto, pero a él se las arregló para burlar la vigilancia. Me enseñó algunas fotos que me escandalizaron. No quiero ver más esas cochinadas, le dije. Él se reía. Era un experto informático y trabajaba precisamente en esa banca a la que el rey llevó una maleta con no sé cuántos millones de euros que le había regalado no sé quién por su cara bonita. Quizá mi amigo también sustrajo información financiera confidencial, no se limitó a hacer fotos de aquellas bacanales a lo Dominique Strauss-Kahn, ya sabe usted, el director del Fondo Monetario Internacional. Para el fiscal Bertossa habría sido un buen informante. Pero no creo que desapareciera por tener constancia de trapicheos que nadie ignora en paraísos fiscales, sino por alguna de las fotos. Se temía algo y me mandó tres o cuatro. No me metas en esto, le dije. No eran de las más escandalosas, ni mucho menos. Agrandó una de ellas en el teléfono y me mostró una cara familiar.

----Fíjate quién tenemos aquí, me dijo.

Y yo reconocí a un político que ya forma parte de la historia de España.

----A este quizá no le conozcas, no sale mucho en los periódicos, pero te aseguro que mataría para evitar que estas imágenes se dieran a conocer.

----Tú has visto muchas películas. ¿Hay alguien en España que no sepa de esas francachelas y de esos negocios sucios? Todos los periódicos guardan abundante información al respecto, que no publican o publican solo con cuentagotas y aclarando que todo lo que hacía el rey estaba protegido por la inviolabilidad que le garantiza la constitución.

----El manto que tapaba la desnudez del rey cada vez está  más lleno de agujeros. Pero no es a él a quien temo. Está convencido de que, haga lo que haga, nunca le pasará nada porque tiene derecho a todo. Temo a los otros, a sus cómplices, a los que miraron para otro lado cuando él hacía de las suyas. Y sobre todo al prócer que alguna vez le acompañó en sus desahogos de cintura para abajo.

Me mandó esas fotos antes de desaparecer y ahora yo se las mando a usted para que vea que no le estoy contando ninguna película. Porque ya sé que no cree. Y aún no le he contado lo más extraño. Mi compañero, mi amigo del alma, Juan Domínguez, desapareció en un cementerio, o al menos fue en un cementerio donde yo le vi por última vez. El cementerio al que me refiero, seguro que usted lo conoce bien, no es nada tétrico. Todo lo contrario, se trata de un apacible parque en el centro de la ciudad. Seguro que ha estado allí visitando la tumba de Borges. Mi amigo Juan iba de noche, cuando ya estaba cerrado, la verja es muy fácil de saltar. No me pregunte qué iba a hacer allí. Tenía muchas habilidades informáticas, ya le dije, podría haber sido un hacker de lo más malicioso, si lo hubiera querido, pero a la vez era muy ingenuo. Creía en ovnis, psicofonías y esas cosas. La noche de su desaparición había quedado con alguien, no me dijo quién.. Nos acercamos al cementerio por la calle de la Sinagoga y, poco antes de llegar, dijo que se arrepentía de haberme enviado las fotos, que las borrara, que no quería meterme en líos. No creo que pensara en que le podrían secuestrar o matar, pero temía algo. Me dio un gran abrazo.

----Llegaré tarde, no me esperes despierta.

----Nunca te espero. Y, por favor, no me traigas ningún ligue a casa.

Le vi caminar entre los árboles. Creí entrever unas sombras al fondo. Al día siguiente, no llegó a ninguna hora, ni me llamó, ni respondió a mis llamadas y comencé a alarmarme. Denuncié la desaparición. A los dos días, me dijeron que tenían constancia de que había vuelto a España. Pero, si eso es así, no se ha puesto en contacto con ninguno de sus familiares. Su madre ha denunciado su desaparición en España, pero allí la consideran voluntaria, dicen que no pueden hacer nada. En fin, ya sabe usted lo que es la justicia española cuando investiga algo que de cerca o de lejos tiene que ver con el Inviolable. Le pagaré bien, no se preocupe.

Y me alargó un sobre, que en vano traté de rechazar.

 

MEJORES GUIONISTAS

No recuerdo cómo terminó la noche, solo que me desperté a primeras horas de la tarde del día siguiente con un taladrante dolor de cabeza. No tengo por costumbre beber, pero aquella vez bebí más de lo conveniente. Todo lo que había oído, o todo lo que recordaba de lo que había oído, me parecía el argumento de una mala película. Tengo cierta experiencia con las mentes algo averiadas. Parece que las atraigo. ¿Qué habría visto en mí aquella mujer para tomarme por un detective de novela negra? Menos mal que había ido a Ginebra dos días antes de empezar el trabajo. Quería aprovechar ese tiempo libre para pasear a mi aire por una de mis ciudades favoritas. Me acerqué hasta la Isla de Rousseau, entre el lago y el Ródano, y allí, bajo los árboles, la fresca brisa ayudó a tranquilizarme. Luego no pude evitar acercarme a Plainpalais. No buscaba pistas, por supuesto. Comenzaba a olvidar la absurda mala noche pasada. Me dediqué a saludar a los buenos amigos que en aquel lugar esperan pacientemente mi visita: Leo Ferrero, muerto tan joven en accidente de automóvil, ahora para siempre al amparo de sus padres; el puritano Calvino, a quien el justiciero azar le había puesto como compañera a una prostituta, y Borges.

            Ya había olvidado las confidencias de aquella loca cuya invitación había tenido la absurda idea de aceptar, ya había recorrido todos los lugares que amo del centro de la ciudad, como saludándolos uno a uno, cuando al volver al hotel me encontré con todo revuelto y destrozado en mi habitación. Dios mío, pensé, la mala película continúa. Llamé a recepción desde el teléfono fijo. Quedaron tan asombrados como yo. Nadie había oído ningún ruido extraño. Busqué entonces mi teléfono móvil. No lo encontré. Estaba seguro de que lo había llevado conmigo. ¿Lo había perdido o me lo habían sustraído? Comencé a asustarme de verdad.

            Pero no hubo más incidentes. Adquirí otro teléfono y salvé lo que pude del anterior, terminé mi trabajo en Ginebra, regresé a España y preferí pensar que todo eran fantasías de aquella pobre mujer. Pero aún no las tengo todas conmigo. La realidad, al contrario que las series de televisión, no necesita de buenos guionistas. A la realidad no le importa que sus historias carezcan de gracia y verosimilitud.



7 comentarios:

  1. No resolviste el enigma pero te quedaste con el dinero. A menos que también te lo hayan robado en esa habitación.

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  2. No me he enterado de nada, y lo leí tres veces.
    Lo volveré a leer.
    Victor Menéndez

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  3. Para hablar de fantasmas, García Martín no tiene que ir muy lejos. Los tiene a la vuelta de la esquina. Si entendemos por tales, seres que van y vienen.
    Una de sus características. Son previsibles como un trapo viejo, un conocido. El compañero de vermú una mañana de domingo.
    Victor Menéndez

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  4. Una mujer contrata al narrador para que busque a su novio a quien vio por última vez en un cementerio. El narrador no puede evitar que esa mujer le dé un sobre, se supone con dinero. Se supone también que al novio lo mató un prócer que estuvo en una fiesta con el rey, por sacarle fotos comprometidas. Lo que me extraña es que no le hayan quitado la vida al narrador. Sólo el móvil. Y del dinero y la mujer no se sabe. El cuento no es que sea inverosímil, pero está incompleto.

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  5. Ya. No, nada, falta de atención por mi parte.
    Disculpas

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  6. Observo con satisfacción que la arcaica y elitista noción de la "comprensión lectora" se va disolviendo, va pasando a la historia, mientras se extienden nuevas fórmulas como la "lectura creativa", la "poliautoría" y la "comprensión distribuida" [distributed understanding], sin duda mucho más democráticas y acordes con los tiempos igualitarios que transitamos. Situación que va a ser muy apreciada sobre todo por los autores, que se verán así aliviados de las pesadas cargas de la autoría y la responsabilidad. Alabado sea el Señor (de las Moscas).

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  7. Antonio, no sé porqué quieres cargar en los hombros de los autores esa responsabilidad.
    Creo que fue Óscar Wilde, en el estreno de una de sus obras, le sugirieron alguna mejora. Y contestó "quién soy yo para mejorar esto."
    Salud. Victor Menéndez

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