domingo, 10 de julio de 2016

Ciudades de autor: Lisboa de Ramón y Colombine


Ramón Gómez de la Serna vio en Lisboa algo que nadie había visto antes y que quizá nunca volvería nadie volvería a ver después. Encontró en ella un “Río de Janeiro templado y matizado”, “un Londres sin niebla y sin ese ámbar especial que hay en la luz de Londres”, una Génova, “sin ese elemento trágico, angosto y frío”; también, como era de esperar, le vio su parecido con Nápoles. Junto a todas esas semejanzas, una que nadie esperaría: “A veces he encontrado un aire de Avilés en el aire de algunas calles de Lisboa. En la grandeza de evocaciones que suscita Portugal hay también una evocación ingenua, de villa creada por indianos, tal como Avilés un día claro”.
            Tras leer las palabras que Ramón les escribió a sus amigos de Pombo, siempre que he vuelto a Lisboa he buscado yo esas calles avilesinas, pero por muchas vueltas que he dado, por mucho que he fatigado la cuadrícula de la Baixa y las diversas montañas rusas que conforman la ciudad, confieso no haber sido capaz de encontrarlas.
            Ramón Gómez de la Serna fue a Lisboa por primera vez en el verano de 1915, cuando la Gran Guerra dificultaba viajar a otros lugares de Europa. No iba solo. Le acompañaba una escritora, Carmen de Burgos, Colombine, veinte años mayor que él ,con la que mantenía una escandalosa relación sentimental.
            Todo lo que se relacionaba con Carmen de Burgos era escandaloso: había abandonado a su marido, un señorito de Almería que la maltrataba, y con su hija de pocos meses se había marchado a Madrid a tratar de ganarse la vida. Trabajó como maestra y en seguida comenzó a colaborar en los periódicos. Fue la primera redactora, la primera corresponsal de guerra; defendía el divorcio y el derecho al voto de la mujer. Se la acusó de coleccionar amantes.
            El padre de Carmen de Burgos fue durante más de treinta años cónsul de Portugal en Almería; ella creció con la admiración hacia ese país, una admiración que se acrecentó cuando, en 1910, proclamó la República, el régimen que ella quería para España.
            Partieron los dos enamorados, dispuestos a pasar un largo verano lejos de ojos maliciosos, desde la estación de las Delicias. Ramón la encuentra la más romántica de las estaciones, una estación en la que todos los trenes parecen el tren expreso de Campoamor.
            No se viajaba entonces, aunque fuera al cercano Portugal, ligero de equipaje: “Llevaban demasiados bultos a mano –cuenta Carmen de Burgos en la novela que recrea aquel verano– después de haber facturado el baúl… Las dos maletas, el portamantas, los saquitos, la cesta de la comida, en la que no habían cabido la fruta y el pan, obligando a hacer dos bultos más… No se había olvidado de nada… vino, botella de agua, el termo con leche y café, porque el correo no lleva restaurante”.
            Lo primero que les sorprendió al llegar a Lisboa fue que el tren parecía entrar en ella por los tejados. Tuvieron que bajar varios pisos en ascensor para salir a la calle.
            Se alojaron en un hotel cercano y, sin deshacer las maletas, corrieron a asomarse al balcón, impacientes por conocer aquella ciudad a la que habían llegado de un modo tan extraño.
            La plaza del Rossio era como la Puerta del Sol: tenía el mismo bullicio, palpitaba igualmente en ella el corazón de la ciudad. Pero era mucho más amplia y hermosa, con su suelo de piedrecitas menudas, dispuestas en caprichosas ondulaciones, que les recordaba los mosaicos pompeyanos. A un lado, el Teatro Nacional, con la estatua de Gil Vicente, al otro el elevador de Santa Justa, y el convento del Carmo, medio destruido, perenne recuerdo del terremoto, y detrás, invisible en ese momento para ellos, el castillo de San Jorge, dominándolo todo.
            Pronto los periódicos dieron noticia de la llegada de Carmen de Burgos a Lisboa; su viaje no era solo una escapada romántica; venía para entrevistar a las figuras más destacadas de la política, la literatura y el arte. Gómez de la Serna, entonces poco conocido, la dejaba a veces a solas con sus admiradores y, sobre todo, con una amiga, Ana de Castro Osório, por la que sintió desde el primero momento una cierta hostilidad.
            Quizá pensaba en ella cuando, unos años después, en su novela La quinta de Palmira, hizo a la protagonista, tras varias aventuras masculinas, enamorarse de una mujer, Lucinda, que le leía versos de Renée Vivien, versos dedicados por una mujer a otra: “Ah, tu carne, bajo el agua y bajo mi carne, mi carne que busca todo lo que huye y se la parece”. En sus momentos de celoso insomnio se imaginaba a la dama portuguesa, defensora de los derechos de la mujer, susurrándole al oído a Colombine: “Sé loca conmigo, pues la locura es la sabiduría de las tinieblas”.
            Tras aquel primer verano, volvieron varios más a Portugal. La estrella seguís siendo Carmen de Burgos, admirada por todos los próceres republicanos, y que incluso fue agasajada con una gran fiesta en un barco que recorrió el estuario del Tajo al atardecer. Todos los periódicos hablaron de ese homenaje y ella misma lo describió en su libro Peregrinaciones: “Un precioso vaporcito nos esperaba al pie de la escalinata de mármol de la Plaza del Comercio. Sus tripulantes eran todos artistas: literatos, pintores o escultores; las damas, todas escritoras, periodistas o actrices, como Lucinda Simoes y Palmyra Torres. El barco se ha deslizado entre los ópalos y los dorados del crepúsculo sobre las aguas rizadas y blancas del Tajo. Se ha deslizado con un nadar blando, de dama que pisa sobre alfombras, y parecía que iba tendiendo para nosotros la vista incomparable de Lisboa como una cinta mágica maravillosa”.
            Mientras Colombine manda colaboraciones que describen la nueva situación portuguesa a los periódicos españoles, Ramón envía cartas a sus amigos de Pombo para que se lean en la tertulia. Como todos sus escritos, están llenas de arbitrariedad y gracia, de genialidad y disparate.
            De aquel primer viaje, les quedó la fantasía de comprarse una casa con jardín y quedarse a vivir para siempre en Portugal. El sueño pudo hacerse realidad cuando, al morir su padre, registrador de la propiedad que había costeado sus caprichos iniciales como escritor, Gómez de la Serna heredó unos miles de pesetas que se vieron acrecentados, según un azar muy ramoniano, con un segundo premio en la lotería. En Estoril, frente al mar, edificaron un chalet, El Ventanal, que algo tenía de quilla de barco dispuesto a partir hacia lo desconocido y a resistir cualquier tempestad.
            Pero el sueño de Portugal terminó en pesadilla, como aquel amor entre desiguales en edad pero iguales en cultura y talento; terminó como terminan todos los sueños, también el de la liberal y masónica República portuguesa. Colombine le permitió al celoso Ramón, que no la dejaba mirar a ningún otro hombre, al enamoradizo Ramón, que la engañaba con cualquier mujer, todas las traiciones, salvo la última. Fue en 1929, cuando el estreno de Los medios seres. El escritor se dejó seducir por una ambiciosa actriz, que no era otra que María, la hija de Colombine, aquella niña con la que había huido de Almería en busca de una vida mejor.


Durante mi última visita a Lisboa, tras los pasos de Ramón y Colombine, encontré en la Feria de Ladra, vertedero de todas las ilusiones, unos números descabalados de la revista Contemporánea en las que las colaboraciones de Pessoa y sus heterónimos alternaban con las de Gómez de la Serna. Entre sus páginas, unos folios mecanografiados, con greguerías de Ramón, algunas publicadas en la revista, otras desconocidas y quizá inéditas.
            Las palmeras de Lisboa están hechas para abanicar mujeres desnudas a la hora de la siesta.
            En el laberinto de Alfama el minotauro se disfraza de marinero.
            Para pasar bajo el Arco Triunfal de la Plaza del Comercio habría que ser, por lo menos, emperador de todas las Indias.
            En las noches de luna llena se ve la Torre de Belém darse una vuelta por el estuario.
            Los libros de los escritores portugueses, casi todos suicidas, deberían despacharse con receta médica.
            En la Feria de Ladra todas las viudas pobres han vaciado sus armarios y los amantes despechados el cajón donde guardaban los mechones de pelo y las cartas de amor.        
            Todos los negritos de Lisboa parecen haber sido alguna vez pajes en Oriente.
            A los balcones de Lisboa se asoma Circe con los senos desnudos para engatusar a los marineros de Ulises.
            Los niños de Lisboa aprenden geografía en los bacalaos secos que cuelgan a la puerta de las tiendas.
            En las mazmorras del castillo de San Jorge tienen encerrado a un dragón que escupe fuego por la boca y reza el rosario en español,
            La melancolía de Portugal se explica porque todas las tardes el país se detiene para contemplar la puesta del sol.
            Algunos días de niebla he podido ver al caballo blanco de don Sebastián, pero sin jinete.
            Los portugueses hablan tan bajo que a veces ni se enteran de lo que dicen.
            Los portugueses, antes de hacer una revolución, piden permiso.
            Si todas las escaleras de las calles de Lisboa se pusieran una sobre otra llegarían al cielo.
            En Lisboa conservan el siglo XIX como mi tía Carolina Coronado guardaba embalsamado el cadáver de su marido.
            Al portugués le gusta enamorarse para toda la vida, por eso, ahora que la República ha traído el divorcio, procuran enamorarse de una mujer distinta de su esposa.  
            Los poetas portugueses no cuentan las sílabas sino los suspiros.
            En Portugal la alegría no se baila, se canta y se llora.
            Solo quien llega en barco entra en Lisboa por la puerta principal.
            El portugués no es más que el español con mala ortografía y buena educación.
            La plaza más triste de Lisboa se llama plaza de la Alegría.
            En los azulejos blancos y azules un niño nos cuenta la historia del mundo.
            En Lisboa está la zapatería a la que San Pedro llevaba a arreglar sus sandalias.
            En Lisboa hay poetas que se suicidan por no encontrar la última rima de un soneto.
            Ulises, disfrazado de mendigo, fundó esta ciudad y le gustó tanto que aún no ha encontrado el momento de marcharse.
            También la luna, en las noches sin luna, ronda por el Cais de Sodré en busca de marineros.
            Los hombres solos están en los cafés de Portugal más solos que en ninguna otra parte.







13 comentarios:

  1. Braulio Bode-Arenosillo Amate10 de julio de 2016, 9:48

    En los meandros del Garona, en sus orillas de arenas rojas, se hacinan las astillas policromas de barcos y almadías -palo de rosa, araucaria, cedro, nogal, álamo blanco-, los cascos oxidados de antiguas motoras de vapor, pecios ahora cubil de siluros y pirañas, alguna osamenta trabada en los manglares.
    En la recta final, antes de estrellarse en los aluviones de la costa marina, las aguas corren vivas entre los abruptos taludes de la orilla, ahora descarnada y estéril como morrena de glaciar.
    La mancha terrosa de las aguas del río penetra mar adentro y se diluye entre jolgorio de gaviotas, allí donde retrocede un manatí perdido y cabecea la chalupa de un pescador de perlas de las islas del delta del Garona.

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  2. El exceso de coloratura sabe a merengue, a melocotón en almíbar, a leche condensada. No se enfade.

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  3. Magníficas las greguerías... sean de quien sean.

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  4. Las evidentes limitaciones de algunos artesanos les hace confundir la luna con un queso.
    La condición de soprano coloratura solo la alcanzan algunas gargantas privilegiadas.
    Mejor la coloratura que la emplomadura.
    Y existe la envidia.

    La ramplonería hace estragos en un pueblo que se acaba de pegar un tiro en el pie.

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  5. Aforismo nº 8:
    No se hizo el merengue para la boca del conejo estepario (con gaita en el baúl).

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    1. Ni wikipedia para gente culta como usted, que nos anega de azúcar y luego desconoce el ámbito léxico de coloratura.

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    2. Naturalmente que no se hizo la Wiki para gente como yo: debiera ser ponente y suministrador de saberes del citado mamotreto digital. El que parece que no tiene zorra idea de colores ni de coloraturas es vuesa merced, porque si supiese cómo le afea el rostro ese color cerúleo de los poco ventilados, quizás porque se crío a los pies de una papelera de ENCE (¿le vendrá de ahí la afición por el papel?), se iba a preocupar y tomaba medidas. No le recomiendo los aires que vienen de la sierra, porque veo que no le mejoran.
      Pues eso, a mejorar.

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    3. Me gustaría saber, si me lo permiten estos anónimos habituales, a qué viene esta tonta discusión tan poco pertinente. ¿No podría quedar en algún bar para dirimir su diferencias en privado? Dicho con todos los respetos.

      JLGM

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    4. Es que ese cíclope, Martín (por no llamarle tuerto), me mira mal; dice que no le gusta el azúcar y las paga conmigo. Martín, sé fuerte; aguanta un poco más, que me voy al exilio (está decidido desde el domingo 26 de junio, día de los santos Virgilio y Majencio).

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  6. Preciosa historia la de Colombine y Ramón en Lisboa. ¿Se tiene constancia de si hubo contactos con Pessoa y el grupo de Sà-Carneiro y Almada Negreiros? (J.M. Sánchez-Paulete).

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  7. Gómez de la Serna alude al suicidio de Sá-Carneiro y menciona a Pessoa en sus cartas de Portugal incluidas en el segundo tomo dedicado a Pombo.

    JLGM

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  8. Parece que Lisboa ejerce un embrujo especial sobre los escritores españoles. Muñoz Molina, por ejemplo, le debe agradecer el escenario de dos conocidas novelas, aunque no son las que yo encuentro mejores.
    Interesante historia, Jose Luis, sustentada por una fluida prosa. Lee uno a los habituales de El País y otros similares y se queda sorprendido de que alguien haya decidido hacerlos habituales, como si nuestro yacimiento literario fuera escaso y se redujera a esos que fueron bastante y ya son menos.

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  9. Bode-Arenosillo . Café (sin azúcar) La Ibérica, Buenos Aires.14 de julio de 2016, 8:49

    CAFÉ LA IBERICA (BUENOS AIRES)

    Qué poco sé de Buenos Aires... Fue Borges quien me inoculó el presentimiento de esa ciudad, y la asumo como a través de una duermevela o de un sueño mal dormido: se engarzan una manzana de Palermo -la manzana pareja-, un galpón rosado, un cuchitril de compadritos cuchilleros... Pero también están el bandoneón de Piazzolla, Gardel, Belgrano, Diego Armando Maradona, Corrientes, Nueve de Julio, Nacha Guevara, (Les Luthiers no me los menten)...No sé cómo huele el aromo de un parque ciudadano, y desconozco el sabor del mate. Supongo que el fragor de un estadio de fútbol sera el mismo que oigo desde mi casa las tardes de algunos domingos, acá en el norte de España..., aunque serán otras las imprecaciones. Me cuesta pensar que por el río de los descubridores ya no bajan camalotes y que las aguas ahora estén imposibles. También me acuerdo de Alfonsina...Y de una bailarina que voló sobre las tablas del Colón.
    Pero estoy seguro de que si entro en el café La Ibérica me envolverá el aroma universal de un café caliente, el mismo que me acogió en Lisboa, en Bruselas, y que me hizo sentirme como en casa en la hermética Praga, en torno a una taza de café. El café como lengua universal.
    Salud.

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