domingo, 26 de julio de 2015

Espacio y tiempo: Ladrón de vidas


Recordé bien sus precisas indicaciones: “Tome un taxi en Genève. Díga que le lleve hasta Meyren-Saint Denis, Grozet. En realidad, no es necesario llegar a Grozet. A la izquierda antes de llegar se abre el camino a La Pièce. Mi casa está pegada a otra con conejos y un perro. Se reconoce por una especie de gallinero delante de mi ventana para proteger a mis gatos. Enfrente hay un tilo. Aquí la única distracción es un camino para pasear y los senderos de montaña”. Y charlar con ella, claro.
            La primera vez que José Ángel Valente llegó hasta La Pièce comenzaron a hablar a media tarde, anocheció, llegó la madrugada y seguían hablando. Para ambos fue una revelación, un encantamiento. El Ángel del Señor se había aparecido a María.
            Para saber de mi vida, siempre me ha interesado curiosear otras vidas. En Ginebra, alojado en un hotel cercano a la estación de Cornavin, me entretengo en seguir los pasos de un escritor admirado y detestado, como quien sigue las huellas de una vida que pudo haber sido la suya.
            Era muy consciente de su grandeza. Por eso procuró guardar hasta el más mínimo papelito que tuviera que ver con él, incluso sacaba copia de las cartas que enviaba, no fuera a ser que los destinatarios las perdieran. Todo ese material, donado a una universidad española, cuidadosamente custodiado por Claudio Rodríguez Fer, me permite a mí ahora seguir sus pasos en el espacio y en el tiempo.
            Borges, que también vivió y murió aquí, consideraba Ginebra “uno de los lugares más propicios a la felicidad”. Para Valente era de un insoportable color gris, “que el lago inmóvil multiplica”. Nunca encontró en ella “reposo ni morada”, aunque fuera su lugar de residencia durante casi treinta años.
            Quizá tampoco Borges fue feliz los años adolescentes que vivió cerca de la Iglesia rusa y estudió en el Collège Calvin: tímido, miope, tartamudo, sufrió la burla de sus condiscípulos. Pero la memoria mitifica y todo lo envuelve en luz dorada. Luego vendrían las gratas estancias con María Kodama y los  reencuentros de antiguos compañeros con los que compartir viejos latines, elucubrar sobre la Kabala, rememorar un tiempo tan remoto ya, para decirlo con una expresión que le era grata, “como el paso de Aquiles por los Andes”.


            Las ciudades pequeñas hacen las mentes pequeñas. Y todas eran pequeñas en el cerrado mundo del franquismo. Venirse a vivir a Ginebra fue para Valente una manera de librarse de aquella asfixia. No era solo la heredera puritana de Calvino, la capital de “las pálidas usuras”, sino un lugar abierto al mundo.
            Allí colaboró con los emigrantes gallegos y asturianos, con los resistentes antifranquistas, se puso en contacto con el exilio republicano, especialmente con Alberto Jiménez Fraud, que se convirtió en su mentor, y con María Zambrano, que tenía tanto de maga o de bruja como de filósofa.
            Cuando murió, en lugar de la habitual necrología, le dedicó un cruel cuento en verso disfrazado de artículo: “Bramaban en los altos de la granja / perdida en las faldas del Jura / treinta gatos de libertad privados. / Almas forzadas a feroz condena / que las hermanas iban convirtiendo en gato / cuando en su mágico recinto entraban. / Círculos, chales, largas / boquillas de otro tiempo, / imantados recuerdos de las grandes metrópolis: / Roma, París, La Habana. / Era necesario defenderse, llevar / un amuleto para neutralizar el negro / poder de los conjuros”.
            El amuleto que a Valente le salvó del hechizo, y le cambió para siempre la vida, se llamaba Coral. Yo tomo un taxi en Ginebra, como la filósofa recomendaba, y me acerco hasta el lugar de los encantamientos, con el recorte del diario en que apareció aquella historia de fantasmas: “Aquí en el Jura estaba, aquí estuvo, la granja de las dos hermanas, el gran tilo sagrado de la entrada, el campo donde heráldica crecía la cicuta. Ahora ya están muertas las dos o desaparecidas, las dos hermanas que eran una sola, Araceli, María; María, Araceli”.
            Araceli sedujo a un oficial de la Gestapo para tratar de salvar a su marido, detenido en Francia y ejecutado en España. Inútilmente. Luego, perdida la razón, veía nazis por todas partes. Mataba a sus gatos para evitar que cayeran en manos de los alemanes: “La granja se llenaba de infinitos maullidos. Cada vez que un gato prisionero huía a la libertad, Araceli gemía largamente y agotaba una botella de whisky”. Poco antes de morir, en 1972, le dijo a su hermana: “María, desenróscate, que te prendes de mí como una serpiente. ¡Déjame morir!”
            Sigo las huellas de quien no fui, de quien quise ser. En Ginebra, Valente vivió rodeado de mujeres fascinadas que le ayudaban en todo, que estaban siempre a su servicio. Una de ellas era Vicenta del Valle, “a la que llamaba Vicentiña y que se convertiría en un miembro más de la familia”, cuenta Rodríguez Fer;  cuidaba de sus hijos; cuando había una visita especial preparaba en su propia casa una paella que se hizo célebre; transcribía a máquina los textos literarios y las cartas personales del poeta, además claro de realizar su propio trabajo en la Organización Mundial de la Salud. Otra, la principal, María Zambrano, casi un personaje de novela gótica, Minerva con largas uñas luciferinas. Todo ese círculo de mujeres que le adoraban, incluida su propia mujer, desapareció cuando apareció el amor, el loco amor, el que pone el mundo boca abajo, un día de 1974, exactamente el 9 de mayo.
            Pero los dioses venden, y a buen precio, cuanto dan. “Compra-se a glória com desgraça”, escribió Pessoa. Los años de gloria de Valente, los de continuos homenajes y despectivas declaraciones para sus compañeros de generación, estuvieron acompañados de triviales, o no tan triviales, miserias de las que él se ocupó en dejar minuciosa constancia documental.
            “Las ciudades pequeñas hacen las mentes pequeñas” me repito a menudo. Si eso fuera verdad, ninguna más pequeña que la mía. Solo he vivido en Aldeanueva del Camino, Avilés y Oviedo. O quizá no, quizá solo he vivido en una biblioteca y por eso me he convertido en un ladrón de vidas.
            Vuelvo a Ginebra y pienso en lo que habría sido mi vida si hubiera tenido valor para salir al mundo, para ser lo que me habría gustado ser.
            Siempre he pensado, pero nunca se lo diría a nadie (no conviene tirar piedras contra el propio tejado), que a escribir se dedica el que no sirve para otra cosa. Lo que yo habría querido ser, en primer lugar, es matemático. Siempre me ha seducido el pensamiento abstracto, la capacidad del razonamiento deductivo para, a partir de unos pocos axiomas, crear mundos inagotablemente rigurosos que no son de este mundo. Las matemáticas crean otra realidad imaginaria, que no sabe de imperfecciones, y sin embargo acaban convirtiéndose en la más precisa herramienta para entender y transformar la realidad. Tal vez no soy más que un matemático frustrado.
            O un político frustrado. Se habla mucho, negativamente, de “la soledad del poder”. Pero a mí ambas cosas me atraen: la soledad y el poder. En broma he dicho que el único cargo político para el que me considero capacitado es para el de dictador. Como siempre que hablo en broma, no estoy seguro de que hable en broma.
            Pilar Gutiérrez Sampedro, a quien sus amigos llamaban Coral, tenía treinta y cuatro años cuando se encontró con Valente. Este nunca se arrepintió de aquel encuentro, que le volvió la vida del revés, que le trajo tanta felicidad y tanto dolor a él y a los que más le querían. “La infelicidad de mi familia me produce angustia. ¿Hice yo todo lo necesario para que fueran felices?”, escribió en su diario póstumo el 19 de diciembre de 1980.
            Con Coral me encontré solo una vez. En Barcelona, cuando fue a recoger el Premio Nacional que le dieron a Valente por sus Fragmentos para un libro futuro, el mejor de sus libros. Pero con sus equivalentes –masculinos o femeninos– me encontré más de una vez, siete para ser exactos, y siempre dijo no.
            Quizá solo uno de ellos era el amor verdadero, pero todos lo parecían y, por si acaso, de todos escapé en el último momento. Siempre he soñado con cambiar de vida, pero nunca me ha gustado que me cambien la vida.


            Tras los pasos de Valente, voy hasta Collonges-sous-Salève. Allí sus huellas se cruzan con las de Azaña, otra de mis posibles vidas. A este rincón de la Alta Saboya llegó con frío y nieve un día de febrero. A la puerta de la casa en que iba a alojarse, tres niños, los hijos de su mejor amigo, Rivas Cherif, “orgullosamente vestidos con sus uniformes de la Guardia Presidencial, se cuadraron al descender del coche el Presidente”. Que muy poco después, tras firmar el escrito de dimisión, dejó de serlo.
            Desde Collonges-sous-Salève, allá por 1978, me escribió Valente algunas cartas. La poco diplomática manera de expresar sus opiniones me hizo sonreír. En eso sí que nos parecíamos: “Ángel González siempre ha sido bueno. No hay en esta información ni un átomo de ironía. Recuerdo de la época de las publicaciones relativamente clandestinas que cambió alguna vez su nombre en Serafín González. Sí, Ángel siempre ha sido seráfico. Yo no conozco la antología de Hernández, a quien rogué que tuviera la bondad de excluirme de ella. Si Ángel González establece allí una relación filial con Celaya, será la del hijo piadoso con respecto de la madre viuda, locuaz y tonta. Qué deriva hacia las madres oligofrénicas. Vea usted al irreparable Rafael Alberti”.


            Desde que lo leí por primera vez, se me ha quedado en la memoria un poema de Luis Rosales que habla de un náufrago metódico – a mí a metódico no me gana nadie– que cuenta o sé si las horas o las olas que le bastan para morir y afirma que ha vivido con la inútil prudencia de “un caballo de cartón en el baño” y que jamás se ha equivocado en nada, “salvo en las cosas que más quería”.
            Yo me he empeñado en ser siempre razonable y sin duda lo he sido, lo sigo siendo. Pienso ahora que me equivocado en muy pocas cosas, solo en las dos o tres que de verdad importan.



6 comentarios:

  1. Voy a dar un paseo más por el blog...

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  2. Lisandro Torreblanca26 de julio de 2015, 23:04

    "un escritor admirado y detestado [...] Era muy consciente de su grandeza."

    Tras leer el texto, sabemos lo que pensaban de Valente sus colegas y lo que el propio Valente pensaba de sí mismo. Pero imposible saber lo que piensa JLGM del autor de "Punto cero".

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  3. Respuestas
    1. Lisandro Torreblanca29 de julio de 2015, 22:51

      Yo he leído el texto buscando su juicio sobre la poesía de Valente y no lo he encontrado.

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    2. De la poesía de Valente he escrito en mj tesis doctoral, de 1980, y en multitud de reseñas de libros suyos. Saber leer es saber también en qué genero literario se enmarca lo que leemos.

      JLGM

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  4. Cada vez que leo cosas personales sobre los escritores, los quiero conocer menos.
    JA Valente murio en Ginebra, creo, pero esta enterrado en Galicia. La morriña supongo. Deberias haber visitado el centro gallego donde un poema suyo preside las mesas del comedor entre las pantallas de tv que disparan noticias y futbol en castellano por supuesto. Borges esta en el cementerio de los reyes al lado de una mujer que se declara orgullosamente " puta, poeta y artista". Puedo imaginar los dialogos, Calvino no esta muy lejos probablemente escuchando las conversaciones. Saludos

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