lunes, 3 de marzo de 2014

A buen entendedor: Cercanías


Domingo, 23 de febrero
STEVE JOBS Y YO

¿Cómo voy a saber lo que busco si todavía no lo he encontrado? La frase se la escuché a un niño, pero podría ser de Unamuno. O de Steve Jobs. Leo el pequeño volumen en que Walter Isaacson resume las razones de su liderazgo.  “La gente no sabe lo que quiere hasta que no se lo enseñas”, afirmaba. Otra frase suya que a mí me gusta mucho: “Nuestra tarea es leer cosas que todavía no están en la página”.
            Coincido con casi todas las ideas de Steve Jobs. Coincido en que decidir lo que no hay que hacer es tan importante como decidir lo que hay que hacer. Coincido en que todo lo que no es imprescindible estorba. Coincido en hacer lo que creo que tengo que hacer aunque nadie sea capaz de apreciarlo. Coincido en que nadie es lo suficientemente sensato sin un punto de insensatez.
            Me asombra comprobar tantas coincidencias. En realidad, entre Steve Jobs y yo, si prescindimos de su genialidad, apenas hay diferencias.


Lunes, 24 de febrero
UN LIBRO EN BLANCO

Cruzo la calle Antonio Machado y sigo por Leopoldo Lugones hasta el colegio público de La Ería. Me da la impresión de que estoy recorriendo a la vez un capítulo de la historia de la literatura y otro de mi propia vida. Desde el fondo del aula, escucho al alumno de Magisterio en prácticas que les habla a los alumnos de Egipto mientras les proyecta imágenes del país. Los niños y niñas –de unos diez años– escuchan absortos y de vez en cuando hacen alguna ingenua exclamación o preguntan algo. Y yo recuerdo aquel curso en que tuve que dar clase a cuarenta niños –entonces eran solo niños– de seis o siete años en el colegio de Ventanielles. No eran tan dóciles como estos. Cuando ya no había manera de mantener el orden mínimo –y especialmente los viernes por la tarde, cansados de toda la semana, resultaba imposible–, recurría a un sistema que siempre me dio resultado: contar un cuento. Los cuentos los leía de un gran libro que tenía bien a la vista sobre mi mesa. Al final, me bastaba hacer el ademán de coger el libro para que se hiciera el silencio en clase. Un silencio expectante. Porque aquel era un libro mágico. Lleno de historias inagotablemente seductoras y de ilustraciones maravillosas. Pero no todos las podían ver. En realidad era un volumen de hojas en blanco que había preparado yo mismo cuando asistí a un taller de encuadernación. Yo lo abría por cualquier parte y sentía que todos aquellos ojos muy abiertos y fijos en mí. No podía fallar como narrador o los angelitos se convertirían otra vez en inquietos diablos. “Érase una vez…” Me gustaba empezar siempre con la fórmula consabida. Y a continuación venía la acostumbrada sucesión de enredos y maravillas. Si la atención parecía decaer, una trampilla se habría en el suelo de la habitación del pequeño héroe o un tiranosaurio asomaba la cabeza por la ventanilla del coche y la clase se unía en un unánime grito de asombro. Al final del curso el libro mágico que yo había inventado se volvió verdaderamente mágico. Los niños me pedían a menudo que se lo enseñara y se asombraban de que aquellas páginas en blanco pudieran contener tantas historias. Pero de pronto uno de ellos me señaló el dragón que aparecía en una de las páginas y comenzó a describirme sus siete cabezas que arrojaban fuego. Y otra tarde el más listo, el que mejor leía, me pidió que le dejara el libro y comenzó a leer una historia, la misma que yo había contado la semana pasada. “Me tomas el pelo”, le dije. “Estás haciendo como que lees”. “No, maestro, ya sé leer sin equivocarme. A mi padre le leo el periódico”. Y luego otros niños se ofrecieron a leer ellos. Y las historias que encontraban en aquel volumen en blanco elegantemente encuadernado ya no eran variaciones de las que habían escuchado otras tardes. Quizá el libro era verdaderamente mágico y el único que no podía ver lo que en él estaba impreso era yo.
            En el colegio de la Ería, he vuelto a revivir la sensación de aquellas tardes, que hacía tiempo había olvidado. Como a Sherezade, a mí también me salvó una vez el arte de contar historias. Un arte que he perdido, como tantas otras cosas.


Martes, 25 de febrero
EL ARTE DE QUEDARSE SOLO

En el reverso de una hoja de calendario que aparece en un libro de segunda mano (Días ejemplares de América, de Walt Whitman), encuentro esta frase de Ramón y Cajal: “Considero la afición a la soledad, tan común en los viejos, como el fruto amargo del conocimiento de los hombres. Al final de una larga travesía por mar se ansía, más aún que pisar tierra, perder de vista a los harto conocidos compañeros de viaje”.
            No estoy yo muy de acuerdo. Los viejos no tienen ninguna afición a la soledad. Todo lo contrario. Por eso se ponen a charlar con cualquiera, conocido o desconocido, al menor pretexto. Se queda solo quien ya no es útil para nadie, quien ya no sirve para nada.  Pero resulta menos deprimente, para los viejos y para los jóvenes, pensar como Ramón y Cajal, pensar que si están solos es por su gusto, no porque no encontremos ni un momento libre para ir a hacerles un rato de compañía.


Miércoles, 26 de febrero
ANTES DE FREUD

El Walt Whitman de Días ejemplares de América, apuntes y anotaciones que muchas veces parecen escritos a vuela pluma, con descuidada espontaneidad, no es el memorable poeta de la democracia, pero está lleno de encanto. Habla de sus lugares favoritos de Nueva York, que en más de un caso son también los míos. Union Square, por ejemplo, y el tramo de la calle Catorce entre Broadway y la Quinta: “Todo ese espacio es amplio y libre, inundado por el oro líquido del poderoso sol de las horas últimas. A las cinco de la tarde la zona se llena de mujeres hermosas, abundantes jóvenes y niños con sus ayas”. Para mí esa zona la delimitan dos librerías: Barnes & Noble al norte y Strand al sur. En el laberinto de la segunda se encuentran más tesoros, pero en la cafetería de la primera, con hermosas vistas a la plaza, puede uno pasar la tarde leyendo o charlando sin prisas.
            A Walt Whitman le gustaba ir a los muelles: “La partida de los grandes vapores, al medio día y por las tardes. No existe mejor medicina cuando se está deprimido o con ánimo melancólico”. También pasear, a pie o a caballo, por Central Park. Allí se ha hecho muy amigo de un joven policía; “bien plantado y de tez curtida”, precisa. El lector actual sonríe ante la ingenuidad y el candor con que Whitman manifiesta su particular imagen del paraíso: “De nuevo a bordo del Minnesota. El teniente Murphy vino amablemente en mi busca con su bote. Me gustan estos breves viajes en barco –los marinos bronceados, fuertes, de miradas tan brillantes e inteligentes, moviendo los remos con largas brazadas mientras me conducen a través de las aguas. Veo a los marineros, en grupo, aprendiendo el manejo de armas cortas. A las doce todos estamos reunidos para el almuerzo alrededor de una gran mesa en el salón de guardia; una alegre, concurrida y cordial reunión; mucho para comer y de lo mejor; me relaciono con los nuevos oficiales, charlo con algunos de los muchachos”.
            Todavía Freud no se había dedicado a rebuscar en el sótano de esa alegre camaradería viril.


Jueves, 27 de febrero
 REGALOS

Soy de esas personas que se pasan la vida quejándose, pero sospecho que no soy de las que tienen más motivo para ello. Con los recortes, se contratan menos profesores y cada vez es más el trabajo, y peor el horario, de los que quedamos. Este año, además de las clases habituales, tengo que visitar a algunos alumnos que hacen sus prácticas de Magisterio en diversos colegios de Asturias. Comodón y rutinario, lo tomo como engorro. Me doy cuenta ahora de que, en realidad, se trata de un regalo.
            Esta mañana estuve en el colegio público de Muros del Nalón. Cuando llegué, estaba a punto de terminar el recreo y desde las calles próximas se oía esa discorde algarabía infantil que es una de las bandas sonoras de la felicidad. Al entrar en el patio, vi que no todos los niños daban patadas al balón. En una esquina, había uno leyendo absorto y, junto a la puerta de entrada, otro, de unos seis años, sentado en el suelo, tocaba la flauta mientras seguía atentamente la partitura desplegada sobre sus piernas cruzadas. Parecía uno de esos ángeles músicos que hay en el pórtico de las catedrales. El alumno al que vengo a calificar da clase de lengua. Pide a los niños que lean un texto en voz alta. Lo hacen con una dicción tan perfecta que no puedo por menos de comentarlo con la maestra. “Es que todos los días leemos algún poema. El otro día leíamos un poema de Berta Piñán y como antes habíamos hablado de la historia de Dafne que se convertía en laurel les gustó mucho encontrársela en el segundo verso”. Y yo siento envidia de estos niños y niñas que a los diez años ya leen en clase a los mejores poetas y conocen y reconocen a los héroes de la mitología.
            Los periódicos no traen más que malas noticias, pero el mundo se sostiene porque está lleno de gente que hace con amor su trabajo, de héroes anónimos que no son noticia.
            La visita al colegio no es el único regalo de este día. Hay también un plácido café en la plaza de Muros del Nalón, con su campanario de piedra, el ayuntamiento decimonónico (1876 es la fecha que se lee en la fachada), el busto bigotudo del prócer y su tranquilidad de otro tiempo. Y las casas llenas de misterio y grandes jardines, muy cuidadas o desvencijadas, cada una susurrando un secreto. Y está el mirador del Espíritu Santo con su mínima ermita blanca que a mí, no sé por qué, me trajo el recuerdo de las islas griegas; el azul del mar era el mismo, pero no el verdor de la tierra. Y el otro mirador, el de la Atalaya, donde han colocado unos muy ripiosos versos de Alfonso Camín: “Yo nací en una cumbre cerca del cielo / donde ruge el valiente mar de Cantabria, / donde van a galope de las galernas / con la cruz de Pelayo vientos de España…”


            Desde lo alto había visto la barra de San Esteban que marca la desembocadura del Nalón; luego paseé por primera vez por la orilla del puerto, con sus viejas grúas y las vías del ferrocarril carbonero que allí termina. Parecía un pueblo desierto, un escenario fantasma por el que solo el tibio sol de la mañana paseaba sus melancolías.
            Aún tuve tiempo, antes de regresar a casa para comer a su hora, para descubrir la villa de Pravia, en la que nunca había estado. Uno suele desdeñar, o postergar, lo que tiene demasiado cerca. Nos pasa con los lugares y con las personas. Pero como yo soy optimista –hoy por lo menos– eso también tiene sus ventajas. ¿Cómo si no podría hacer tantos descubrimientos en una sola mañana?


Viernes, 28 de febrero
JUGAR LIMPIO

Interviene, desde Sevilla, mi amigo Abelardo Linares en la tertulia de los viernes. Es curioso cómo cambian las cosas. Anda ahora polemizando, en su blog y en el mío, con un poeta barcelonés y yo soy quién le aconseja que no siga, que mire para otro lado, que ciertos debates ensucian (como citar, en una reseña displicente, el pasaje villeniano de El invitado amargo, amigo García Pérez). Tengo fama de polemista, de agresivo, de malintencionado. Y quizá bien ganada. Pero me gusta jugar limpio, o lo que yo entiendo por tal. Arremeter contra el poetastro o el infautado personaje, pero dejar a salvo la persona. Reírme de las declaraciones de quien dice que está contra el realismo en poesía porque “el realismo es el lenguaje del poder” mientras le abraza el presidente del gobierno y le besa el ministro de cultura. Pero solo de las declaraciones, no del valetudinario y entrañable anciano. Claro que para muchos las heridas en la vanidad son siempre ataques personales, y los más dolorosos. Creo que no es mi caso, aunque yo soy tan vanidoso como cualquiera. Le recuerdo a Abelardo que, en una revista que él dirigía, un crítico de cuyo nombre no quiero acordarme (pero me acuerdo perfectamente) escribió: “Las opiniones sobre la poesía de García Martín están divididas: unos opinan que es un mal poeta; otros, que no es un poeta”. A mí me hizo mucha gracia esa observación, y la repito con frecuencia (lo que no estoy tan seguro es de habérsela perdonado al autor).




5 comentarios:

  1. Fe de erratas: "... entre Steve Jobs y yo, si...". "–hoy por lo menos–"...

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  2. Y la niña, con la mayor determinación, empieza a leer el primer cuento en el gran libro de las hojas en blanco: "El traje nuevo del emperador"...

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  3. F. al buen Martín3 de marzo de 2014, 19:50

    "Si eso haces, Sancho -le replicó Sansón-, serás el primero de los hombres que no deciden venganza cuando se ven maltratados en un escrito. Porque las obras impresas se miran despacio y las gentes las rumian una y mil veces, antes de pasarlas, y pasadas, van poco a poco infeccionándoles la sangre con su veneno si lo llevara y basta con que en una línea se le roce a alguien un callo, para que se olvide del resto, y aunque estuviera cincelado en oro puro por el divino Cellini, querrá en venganza acuchillar al autor en un callejón oscuro, o solo piensa en que se lo lleve por delante un cólico."

    ¿Don Miguel de Cervantes? No: el buen Andrés Trapiello ("Al morir don Quijote"), que pasaba por aquí.

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  4. Creo que la entrada es excelente, y la polémica cosa más o menos ocasional. La historia del libro con las hojas en blanco habría sido digna de figurar en él.

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