lunes, 11 de noviembre de 2013

A buen entendedor: Como todos los viejos


Domingo, 3 de noviembre
CAMBIO MI JUEGO

“Últimamente estás cambiando mucho”, me dice un amigo. “¿Para mejor o para peor?”, le pregunto. “Yo creo que para mejor”, responde.
            Y yo sonrío. Parece que mi plan comienza a funcionar. He tardado un poco, pero ya estoy aprendiendo a dominar el funcionamiento de las redes sociales virtuales y no virtuales. Para triunfar en esta vida, además de suerte y algún talento, hacen falta tres virtudes de las que yo siempre he andado escaso.
            La primera, la hipocresía. Yo siempre he sido un maleducado. O decía lo que pensaba, por desagradable que fuera, o lo callaba por timidez, pero lo daba claramente a entender. Ahora le he cogido el gusto a ser hipócrita. Es hasta divertido. Como representar una obra de teatro.
            La segunda, la falsa modestia. Solo los que carecen por completo de ambición puedes permitirse el lujo de no ser modestos. Sin modestia no se consigue nada. Sin modestia fingida, por supuesto. La verdadera le vuelve a uno invisible.
            La tercera virtud, la más eficaz, es la adulación. Con la adulación se llega a todas partes, la adulación abre todas las puertas. Elogia, elogia sin tasa –me digo–, que no hay elogio tan hiperbólico que no parezca verosímil para el adulado.
            Si hubiera sabido esto a los veinte años, ahora sería un triunfador. Bueno, lo que habitualmente se entiende por ser un triunfador. Porque serlo, serlo, de alguna manera lo soy. ¿Qué mayor triunfo que haber hecho siempre lo que a uno le ha dado la gana?
            Siempre me ha gustado jugar a ser malo, lo que se suele entender por malo. Ahora me parece más divertido jugar a ser bueno, lo que se suele entender por bueno. Una buena pieza.


Lunes, 4 de noviembre
SIEMPRE LOS OTROS

En Vivir es fácil con los ojos cerrados, la película de David Trueba, el protagonista, un profesor de Albacete muy machadiano, llega a un poblacho perdido en la Almería de los años sesenta. No entiende muy bien el habla de la zona y le dice al empleado del hostal: “Aquí tienen un acento muy cerrado”. “No, señor –le responde este, y yo traduzco su respuesta al castellano normativo–, los que hablan con mucho acento son los de Cádiz y Córdoba, aquí hablamos muy normal, a esos no se los entiende”.
            Sí, la normalidad es aquello a lo que estamos acostumbrados. Los que hablan mal y tienen gustos raros son siempre los otros.


 Martes, 5 de noviembre
UN ÚLTIMO REGALO

Lo mismo que escoge uno el tipo de funeral que prefiere, también debería poder escoger el tipo de muerte. La de Luis Cernuda no fue mala del todo. Se levantó un día como cualquier otro día, fue a encender su pipa y el corazón se le detuvo.
Vivía como huésped incómodo en una casa ajena. Siempre había vivido así. Tenía poco más de sesenta años, pero esperaba ya el final: era la edad a la que se morían los miembros de su familia. Y había terminado su obra y había recibido un atisbo de la recompensa: el número especial de la revista La caña gris en que los mejores poetas de la nueva generación –Biedma, Brines, Valente– le reconocían como maestro. ¿Qué futuro le habría esperado si hubiera vivido, como Alberti o Guillén, un cuarto de siglo más? Pues el paripé del Cervantes, en el mejor de los casos, y en el peor una viuda más o menos negra y un centón de prosas y versos prescindibles que amenazarían con hundir el perfecto equilibrio de La realidad y el deseo.
            Sí, tuvo suerte el paradójico Luis Cernuda, sin poder ni fortuna, sin casa propia, malviviendo en empleos mal pagados, y sin embargo siempre muy consciente de su superioridad, exigente con los demás, desdeñoso con sus serviciales admiradores (“Lo ruin en tu sino / no excluye lo cretino” le escribió al bueno de José Luis Cano).
La vejez, como a todos, le habría obligado a doblar la cerviz. Pero la vida, que no siempre le había tratado bien, le quiso hacer un último regalo aquel 5 de noviembre de 1963 cuando se presentó de improviso una mañana en el caserón colonial de Tres Cruces, en Coyoacán.


Miércoles, 6 de noviembre
HISTORIAS CON FINAL FELIZ

Me alegra mucho el reencuentro en Sevilla, tantos años después, con Abelardo Linares y Fernando Ortiz. Fueron quizá mis primeros amigos literarios, al menos los primeros fuera de Asturias, y es curioso cómo el azar puso en contacto a tres jóvenes poetas, uno en Avilés, otro en Sevilla, que intentaba una poesía distinta de la que habían puesto de moda los novísimos, primero denostados, y enseguida encumbrados como los únicos autores verdaderamente modernos.
            El nexo de unión fue Juan Gil-Albert, un hombre de Hora de España y de la Valencia republicana, que había vuelto del exilio sigilosamente, que calladamente había escrito su obra, inédita o publicada en ediciones de autor, y que de repente, a comienzos de los setenta, en los años finales del franquismo, se convierte en un escritor de moda. Yo le había enviado Jugar con fuego y a él le había interesado mucho uno de los heterónimos que allí publicaba, Alfonso Sanz Echevarría, y por eso, cuando la revista Calle del Aire comenzó a preparar un número de homenaje a él dedicado, le sugirió a Fernando Ortiz que pidiera colaboración a ese inexistente poeta avilesino.
Nos intercambiamos cartas y, al pasar por Sevilla, allá por 1977, lo primero que hice fue encontrarme con él. Y él lo primero que hizo, nada más saludarme, fue decirme: “Te voy a llevar a que conozcas al mejor poeta joven que hay hoy en España”. Ese poeta era Abelardo Linares, que dirigía con él Calle del Aire y que aún no había publicado nada. Abelardo Linares vivía entonces en una casa muy cerca de la catedral y en la terraza de esa casa, con la Giralda asomándose muy atenta por encima de nuestras cabezas, me leyó los poemas de su primer libro, Mitos, y los fue acompañando de muy minuciosas precisiones técnicas.
            Muchas veces me volvería a encontrar luego con Fernando Ortiz, también con Abelardo Linares, pero nunca con los dos juntos. Pronto se distanciaron. También yo acabaría alejándome de Fernando Ortiz. Él, molesto por no sé qué comentarios en el diario de Andrés Trapiello, escribió un artículo titulado “Dos tontos a la moda” en el que arremetía contra el autor de Salón de los pasos perdidos  y, de paso, contra mí. Yo le contesté con otro artículo, publicado en La Razón (todos tenemos un pasado), en el que le replicaba con displicente crueldad (muy en mi estilo).
Durante un tiempo fui amigo solo de Abelardo. Luego Abelardo se enfadó conmigo por una frase suya que yo recogí en mi diario. La reconciliación tardó años. Pero ahora vuelve a ser uno de mis mejores amigos, al menos el amigo con el que más me divierte discutir. Podríamos pasar un día entero llevándonos muy razonadamente la contraria el uno al otro. Él es un excelente jugador en el ajedrez dialéctico, pero yo, si mi acreditada modestia no me lo impidiera, diría que soy mejor.
            Juan Gil-Albert nos reunió a los tres en la Sevilla de los años setenta. Casi cuarenta años más tarde es su amigo Luis Cernuda quien nos vuelve a reunir.
Veo entrar a Fernando Ortiz, con su sombrero y su elegancia de otro tiempo (parece que viene de tomar un café con don Manuel Machado), en el hermoso patio de la casa de los Pinelo, donde tiene su sede la academia sevillana de Buenas Letras, y en seguida me acerco a saludarle como si no hubiera pasado nada. Y no ha pasado nada, aunque hayan pasado cuarenta años. A Fernando Ortiz le repito el verso final de un poema suyo dedicado a Blanco White y que yo he convertido en mi lema desde que lo leí por primera vez: “Amo la libertad. Y mi amada no es fácil”.
            Nada es fácil en la vida. Ni la amistad ni los sueños. Por eso vale la pena.

Jueves, 7 de noviembre
PARA SIEMPRE

Los enamorados de Perugia formamos una secta secreta dispersa por el mundo. Qué placer cuando dos miembros de esa secta se reconocen. Resulta que Cristina Linares, la hija de Abelardo, estudió también allí y vivía en un piso inmenso cerca de la plaza IV Novembre. En seguida nos olvidamos de la noche sevillana y volvemos a recorrer el Corso Vannucci, a sentarnos en las escaleras del Duomo, a asomarnos a la terraza de los Giardini Carducci, abiertos sobre la inmensa noche estrellada, los tejados de la ciudad baja y las dulces llanuras umbras.
            ¡Perugia! La via dei Priori y el mármol coloreado del oratorio de San Bernardino, el corso Garibaldi y el tempietto circular de S. Ángelo con su muestrario de viejas columnas romanas, el teatro Pavone, el dieciochesco palazzo Gallenga, sede de la Università per Stranieri… Y el amor, encontrado y perdido, perdido y encontrado, en aquel laberinto de viejas piedras y jóvenes estudiantes, en aquella ciudad en la que quien una vez fue joven sigue siendo joven para siempre.


Viernes, 8 de noviembre
PERENNIDAD DEL MITO

En Sevilla, me encontré también con Jaime Siles. Recuerdo los primeros encuentros, en Madrid y en Badajoz, acompañado por Víctor Botas. Entonces Siles, pulido y repeinado, tenía el aspecto de lo que siempre había sido, el primero de la clase. Ahora, grandón y algo destartalado, tiene más bien aspecto de viejo sabio que vive en un tiempo que ya no es el suyo. Junto con Juan Antonio González Iglesias y Abelardo Linares se pone a entonar las conocidas jeremiadas sobre la decadencia de la civilización occidental. “Ahora ya no se enseña literatura. ¡La literatura ha muerto!”, clama González Iglesias. “Antes hasta los periódicos deportivos estaban llenos de literatura; ahora no hay literatura ni en las revistas literarias”, se lamenta Abelardo. “Mis alumnos no leen nada, nada; los lectores somos una especia a extinguir”, lloriquea Siles. Y yo les cuento aquella anécdota que cuento siempre. Cuando terminé la licenciatura, uno de mis compañeros se vanagloriaba de haber aprobado sin leer ninguna de las lecturas obligatorias, sino un cómodo resumen que por allí circulaba. Dejamos de vernos. Unos cuantos años después me lo volví a encontrar frente al Campoamor. Era profesor de un instituto del Occidente asturiano y, tras los consabidos saludos, comenzó a lamentarse del desinterés de sus alumnos: “No son como nosotros, no tienen ningún interés, no leen nada”. Y yo sonreí, al recordar sus palabras al final del curso.
            El mito sigue funcionando. El hoy es desastroso: se abandona el latín, las librerías cierran o se llenan de premios Planeta, memorias de políticos o incluso de cosas peores. Ayer, en cambio, en el tiempo de su idealizada juventud, la gente de la calle leía a Virgilio (en latín, por supuesto) y hacía colas para comprar la más reciente novedad de Azorín o Valle-Inclán. Y mientras esperaban el autobús no hojeaban el As o el Marca, sino la Revista de Occidente o La Gaceta Literaria.
            A mí la edad me ha hecho perder pelo, pero no capacidad de observación ni sentido común. No vivimos en el mejor de los mundos posibles, por supuesto, pero sí en un mundo mejor que el que yo encontré a los veinte años.


Sábado, 9 de noviembre
ABURRIENDO A TODOS

Los lectores suelen preferir la maldad inteligente a la bondadosa bobería. Y a mí cada día me cuesta más ser malo y menos incurrir en la tentación de la boba bondad. Acabaré aburriendo a todos, como todos los viejos.


6 comentarios:

  1. Hipocresía, adulación... Bien, leo las reseñas que cuelga en Crisis de Papel y en general son libros que no le hacen ni fu ni fa, o sea, que para Vd tienen su atractivo pero hay que buscarlo y extraerlo en medio de la hojarasca. Y lo que está claro es que no le apasionan, no le entusiasman. Quizá no sería mucho pedirle que alguna vez nos diga (como persona que ha dedicado gran parte de su vida y energías a la lectura) los libros que realmente le entusiasman y apasionan. Yo, que por supuesto no estoy siempre de acuerdo con sus opiniones, creo que en este punto me fiaría de Vd y correría a leerlos.

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  2. "Con la adulación se llega a todas partes, la adulación abre todas las puertas."

    "Flattez, vous entrerez", decía Victor Hugo.

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  3. De aburrir, nada de nada. Y hoy, que no llevas la contraria, una delicia.

    Expresiones
    Piedra

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  4. Buenos días. Con su permiso.

    “ … a mí cada día me cuesta más ser malo y menos incurrir en la tentación de la boba bondad. Acabaré aburriendo a todos, como todos los viejos.”

    La “dama boba” o la “boba dama”, blanca nieve, cóncavas naves… Dándole vueltas sintácticas y semánticas a “boba bondad”, su injuriante expresión; tratando de probar con ella que usted sigue siendo “malo”, no aburre, y que por tanto (y por ahora) “no envejece”. No empleando “bondad boba” sino “boba bondad” ―me liaba yo― el llamado “buen Martín” sigue emperrado en pasar por mal Martín de buena vida y mal poema, afrentando al otro Machado, a quien pronto ninguneará, como Borges…

    Pretende “epitetar” de boba la bondad, maldición. En algo concreto (por ejemplo una dama, tan precisamente real con frecuencia para muchos varones), la propia concreción de la sustancia ―argumentaba yo― frena la metástasis sintáctica del accidente. Pero en la abstracta expresión de la bondad, que el pastor de las palabras permita que “bondad” sea adelantada por “boba”, juntando con mofa además las bes (be-be-be), acusa malevolencia grave, que si no es figurada ―concluía―, prueba que este extremeño es malvado, o sea, ni aburrido ni viejo según su desquiciado razonamiento que a mí, ahora mismo, también me está desencajando.

    En el aire queda la cuestión de las comillas que como pendientes cuelgan de algunas palabras. Lo que de nuestras bondades o maldades creamos nosotros, o crean los otros, todo parece fingimiento: bruma y broma. Pero sea como sea, tal vez convenga no olvidar que en tanto perdure este lío de la existencia consciente, siempre será posible encontrar un ser humano que ande con la bondad igual que con sus pies. Antes de que apaguen la luz los dioses.

    Gracias.

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    Respuestas
    1. Un poquito confuso el comentario, creo yo.

      JLGM

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    2. “Lleva usted razón, pero solo la razón”:

      https://www.google.es/#q=%E2%80%9CLleva+usted+raz%C3%B3n%2C+pero+solo+la+raz%C3%B3n%E2%80%9D

      « No se ha encontrado ningún resultado para “Lleva usted razón, pero solo la razón” »

      Perdone la broma.

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