sábado, 22 de diciembre de 2012

Nada personal: Ruedas de molino


Domingo, 16 de diciembre
SÉ QUE SÍ

Nunca le he contado a nadie lo que le voy a contar a usted. ¿Para qué? Nadie me creería. Usted tampoco. O quizá sí. A fin de cuentas, si es verdad lo que escribe, le pasan cosas semejantes.
Iba yo a Madrid en coche, por asuntos de trabajo, la semana pasada. Entre Zamora y Benavente tomé una pequeña desviación hacia el pueblo de mi mujer. Tenía que entregarles un paquete a unos parientes suyos.  Cien veces he hecho yo ese camino. Podrá hacerlo con los ojos cerrados Y sin embargo esta vez me perdí. Se tarda poco más de quince minutos en llegar al pueblo y yo llevaba más de media hora y ni siquiera divisaba las pequeñas lomas que lo preceden.
La carretera comarcal continuaba recta, no se divisaba ni un árbol ni una casa por ninguna parte. En el horizonte apareció de pronto una inmensa luna amarilla, como una moneda de oro. En el aire sentí una vibración extraña. Detuve el coche. Comencé a dar la vuelta. Regresaría al punto de partida y continuaría hacia Madrid. Era lo mejor. No quería llegar demasiado tarde. A fin de cuentas, el paquete podía perfectamente entregarlo a mi vuelta, dos días después. El sol ya se había puesto hacía rato, pero aún había bastante claridad. De pronto la luz comenzó a cambiar de color y los campos a mi alrededor se fueron tiñendo de rojo, de verde, de un intenso azul. Bajé del coche sorprendido y algo asustado.
Y entonces los vi. Eran tres o cuatro, de aspecto muy extraño y a la vez familiar, no sé bien por qué.  A su lado estaba la nave, sin puertas ni ventanas, cuyas superficies reflejaban lo que había alrededor como un espejo. Yo vi mi coche y mi rostro atónito en ellas. Uno de aquellos individuos alargó su mano hacia mí. El brazo se estiró, como si fuera de goma, y sin él avanzar un paso comenzó a acariciarme la cara. Yo no sabía si gritar o echar a correr. Pero como en los sueños no podía hacer nada. Lo que ocurrió entonces fue sorprendente. La cara de aquel ser que me acariciaba, una cara impersonal como la de un maniquí, comenzó a parecerse a la mía; pronto no hubo diferencia entre la que reflejaba la superficie de la nave y la suya. Pero la del espejo tenía un gesto de terror mientras que la otra sonreía plácidamente. “No temas”, me dijo. Otro de aquellos seres alargó uno de sus brazos hasta tocar mi coche. Comenzó a pasear la mano por su superficie y otro coche idéntico fue apareciendo junto a la nave. Toda esta operación duró menos de lo que tardo en contarlo. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Cerré los ojos asustado y los abrí al instante. A mi alrededor no había nadie, comenzaban a aparecer las primeras estrellas y a soplar un viento frío. Yo parecía estar en medio de ninguna parte. Me metí en el coche, di la vuelta y menos de diez minutos después (aunque recordaba perfectamente que había tardado más de media hora en llegar hasta allí) estaba en la carretera general camino de Madrid. Antes de llegar ya me reía yo mismo de lo que presuntamente me había ocurrido. Tengo que descansar más o acabaré majara, me dije. Y es que últimamente, con esto de la crisis, tengo que trabajar más del doble para ganar menos de la mitad. Soy comercial, ya se imagina usted.
No le dije a nadie, ni siquiera a mi mujer, lo que me había pasado, o lo que yo creía que me había pasado. Alucinaciones causadas por la fatiga, sin duda. Pero desde entonces ocurren cosas raras, muy raras. Alguien me cuenta que se encontró conmigo en Barcelona cuando yo no me moví de Oviedo, o mi mujer me habla de una película que vimos juntos y que yo no recuerdo haber visto jamás. De esto último le echo la culpa a mi mala memoria, pero no sé. Es como si alguien se dedicara a suplantarme. ¿Pero por qué iba a hacer nadie nada semejante?
Le cuento esto porque, según su diario, usted ve el programa Alienígenas, del canal Historia, aunque me parece que solo para reírse. ¿Usted cree que habrá algo de verdad en lo que cuentan? Por supuesto que yo también, como usted y todas las personas sensatas, creo que no. Creo que no, creo firmemente que no, pero sé que sí. 


Lunes, 17 de diciembre
EN CENTRAL PARK

La historia es conocida, bien conocida. Una noche de abril de 1989 una mujer blanca, soltera, de veintinueve años, analista de inversiones, salió a correr después de la larga jornada de trabajo por Central Park, como solía hacer casi todos los días. La encontraron a la una y media de la madrugada con la ropa arrancada cerca del camino de conexión con la Calle 102. Tenía el cráneo aplastado, había sido violada. “Pesadilla en Central Park” fueron los titulares del día siguiente en todos los periódicos.
            Ese crimen marcó un antes y un después en la percepción que los neoyorquinos tenían de su ciudad. Por todas partes aparecieron patrullas de ciudadanos para devolver el parque a la gente, para liberarlo de las pandillas de salvajes merodeadores. Joan Didion lo analiza en uno de los capítulos de Los que sueñan el sueño dorado. Y muestra cómo un crimen real fue convertido en una narración simbólica. Todos los problemas de Nueva York podían desaparecer con un gesto mágico: entrar de noche en el parque cogidos de la mano, encender velas, expulsar con la sola presencia de los ciudadanos honrados, blancos en su mayor parte, a los depredadores, negros en su mayoría.
            Después de leer a Joan Didion, yo mismo veo la ciudad de otra manera. Los hechos, incluso los más violentos, no son nada si no se insertan en una narración que les da sentido, que les convierte en parte de un cuento con el que nos abren los ojos o, más a menudo, nos adormecen.

           
Jueves, 20 de diciembre
UNA NOCHE EN LA ÓPERA

¡Qué mundo tan ridículo el de los aficionados a la ópera!, pienso tras soportar en el Campoamor el primer acto de Agrippina.
            “¡Es una ópera antigua y muy larga!”, parece que pensó la directora, Mariame Clément. “Para hacer que el público no se aburra demasiado y entienda algo, voy a trasladar la acción a los años ochenta, voy a convertirla en un remake de las series televisivas Dallas o Dinastía”.
            En la ópera se llama “actualizar la acción” a cambiar de trajes. Clément además llena de pantallas la mitad del escenario. En ellas aparece de todo en revuelto y a menudo repugnante revoltijo, desde rascacielos hasta huevos fritos, desde una grúa hasta una fabada.
            Y los cantantes han de hacer continuamente el ridículo mientras cantan maravillosamente. En un diminuto despacho, que si nada tiene que ver con el mundo romano menos tiene que ver con el de los ejecutivos del petróleo, uno de los personajes viola a Agrippina sin quitarse los pantalones, y luego se sube la cremallera de la bragueta mirando al público (estos torpes pegotes escandalosos gustan mucho a los programadores). Tras quedarse sola junto a la bañera que Claudio acaba de abandonar (se baña con el sombrero tejano puesto, sin duda para hacer más gracia), Agripina juega con la espuma del agua sucia y luego vacía en ella una botella de champán (sé a quien le haría beber yo el mejunje resultante). Nerón se reúne a charlar con sus amigos en un coche abandonado en un desguace. De vez en cuando nos encontramos en un pueblerino restaurante… Nada de esto aparece, por supuesto, en el libreto de Vincenzo Grimani.
            En los actos siguientes ya lo pasé algo mejor. Encontré el remedio casi perfecto. Cerré los ojos y me dediqué a escuchar la música. Y a fantasear una escenografía a mi gusto. Como se estrenó en Venecia a comienzos del XVIII, me inspiré en el Veronés para los trajes fantasiosos y en Tiépolo para las arquitecturas palaciegas. Ottone y Nerone se escondían entre cortinajes, por supuesto, no en un armario ropero.
            Claro que de vez en cuando me podía la tentación y abría un instante los ojos: ver hacer el ridículo también tiene su gracia, sobre todo si quien lo hace es alguien, Mariame Clément, con muchas pretensiones, como demuestra en el programa de mano. Pero podía más la música y la historia tragicómica y en seguida volvía a cerrarlos.
            Luis Vázquez del Fresno, que se sentaba a mi lado, dijo con resignación: “Esto es muy frecuente. Hay que acostumbrarse. A saber lo que harán algún día con mi ópera La dama del alba”. Y yo pensé que a lo mejor, para que el público no se aburra, trasladan la acción al Madrid de Aquí no hay quien viva o La que se avecina.
            “Pues a mí me gusta”, me dice una señora de la fila de atrás (a su acompañante, en cambio, se le escapó un “putos vídeos” que a punto estuvo de provocar una general carcajada).
            Pero no se trata de que guste o no, sino de un desprecio a la obra representada que debería ser inaceptable. Es como si al comisario de la exposición de Matisse que acaba de inaugurarse en el Met de Nueva York le diera por pensar que la pintura de Matisse es aburrida y anticuada para el público actual, acostumbrado al cómic, y encargara que dibujaran graciosos monigotes en el cristal de los cuadros para que los visitantes se aburrieran menos.


  
Viernes, 21 de diciembre
RECUERDE ESE NOMBRE

Ganas me dan de organizar una asociación de damnificados por la función de anoche. Yo apenas pude dormir, tuve pesadillas, me levanté con dolor de cabeza. Catarina Valdés tampoco se encuentra bien, Esther García promete no volver a repetir, Rodrigo Olay dice que pasó las peores horas de su vida… Coincidimos en Avilés, donde Marian Suárez nos ha invitado a leer poemas en la iglesia de Sabugo. Allí charlo con otras víctimas. Unos amigos me repiten la frase “los matrimonios decentes solo duermen juntos en el palco de la ópera”, y añaden: “Pues nosotros estuvimos a punto de vomitar juntos”. Luego cada uno va contando el mayor disparate que recuerda y acabamos riéndonos a carcajadas. ¡Cuántos sacrificios hay que hacer para que no le tomen a uno por anticuado y provinciano! Pero no todos los aficionados son tan masoquistas y acomplejados como piensan los programadores: casi la mitad abandonó la función. Yo resumo mi experiencia en una advertencia que convendría grabar a la entrada de cualquier teatro:
            “Mariame Clément. Mariame Clément. Recuerde ese nombre. Y huya de inmediato en cuanto lo vuelva a escuchar”.


Sábado, 22 de diciembre
APRETAR UN BOTÓN

Ayer no se acabó el mundo. Lástima. Porque era una buena manera de terminar con tanto dolor, tanta sangre injustamente derramada. Si en un platillo de la balanza pusiéramos a toda la gente feliz y en la otra a los que sufren, ¿qué lado pesaría más?
            Cierto místico judío afirma que el mundo es un borrón que Dios, en un momento de descuido, dejó caer en la página en blanco de la nada. Y que más pronto o más tarde –para Él mil años duran un segundo– se decidirá a borrarlo. Entonces la humanidad volverá al paraíso sin desesperación ni conciencia del que no debería haber salido. Ahora lo hacemos de uno en uno, dejando en herencia nuestra angustia a los que quedan.
            Irse todos de una vez, sin darnos cuenta… “Si bastara apretar un botón, ¿tú qué harías?”, me pregunto. Mejor que no me encuentre nunca en una situación semejante.


10 comentarios:

  1. felices fiestas y feliz año nuevo.

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  2. Gracias, anónimo lector. Lo mismo digo.

    JLGM

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  3. No abominemos, Kurtz del hecho de estar vivos: es nuestro único patrimonio. Decantados en un sinfín de combinaciones fabulosas, somos el poso que se adhiere al fondo de la redoma. Y ya que se nos ha invitado al prodigio de la existencia, espectadores perplejos al borde del abismo, asistamos al espectáculo hasta que alguien -no nosotros- detenga el proyector y nos invite a salir a la intemperie de una noche fría sin estrellas. No cunda la impaciencia, apúrese el cáliz hasta las heces. Que si agrio es el brebaje, nos queda una eternidad que nos resarza del mal trago. Deja de lado el botón, buen Kurtz.

    Feliz Navidad.

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  4. Bueno, lo de la experiencia UFO me queda descolorado. Comprendo la pesadez de la Opera, pero no sé porqué me parece que usted lee los libretos y que en general le da miedo a admitir que le gusta la Opera más de lo que dice. Algo así cómo el falso ateísmo de algunos y que rezan a escondidas a Dios sin que nadie les vea.

    Perdone mi locuras UFO, de todas formas me entretiene en sus post y eso ya hay que agradecerlo. Feliz Navidad.

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  5. Me gustan las óperas que me gustan en lo que se canta y en lo que se cuenta. Son "teatro musical" y no soporto la costumbre de hacer cualquier cosa en el escenario en lugar de represetar de la mejor manera posible (y todo lo moderna que ese quiera)la obra. La falta de respeto que hay hacia la parte teatral de las ópera no se admitiría en ningún otro género. Pero los aficionados a la ópera tragan con cualquier cosa con tal de no parecer "anticuados".

    JLGM

    Lo del Campoamor fue un verdadero horror; hay que verlo.

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  6. "Se que sí" me evoca escenas de "Carretera perdida" de Lynch.

    "En central Park" veo reminiscencias de "American Psycho" de B. Ellis o de su adaptación cinematográfica...

    "Una noche en la opera", sobra decirlo, al absurdo de los Marx.

    “Recuerde ese nombre" pudiera colar como un micro-relato buñuelesco.

    Y en "Apretar un botón" encuentro similitudes con "Teléfono rojo, volamos hacia Moscú"

    Al final, deben de tener razón esos trillados diretes: "la vida es sueño" y "los sueños cine son".

    Muy entretenidas las historias de esta semana. Gracias.

    Un saludo.

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  7. La memoria es libre.

    JLGM

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  8. Esperemos que esa parcela de libertad nadie sea capaz de acotarla jamás. Aunque no estoy yo muy seguro de ello...

    "- ¿Tienen cámara de vídeo?
    - No, Fred las odia
    - Me gusta recordar las cosas a mi manera
    - ¿Qué quiere decir?
    - Las recuerdo a mi modo, no necesariamente como hayan pasado".

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  9. A Eugenio Bueno no se le ve; no podrías arreglarlo? Este no es necesariamente para publicarlo, sólo para saber si reparaste en ello. Tal vez no quedó muy bien en la foto, pero estaba allí

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  10. No quedaba muy bien y no se habla de él. Es deliberado. Gracias por darte cuenta.

    JLGM

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