domingo, 28 de febrero de 2010

Línea roja: El invierno en las ciudades

Sábado, 20 de febrero
UNAS MANOS

“Sé pocas cosas, ciertamente, pero de algo estoy seguro. De que este mundo no es más que sueño y apariencia vana, de que por detrás de lo que vemos hay algo que no veremos nunca y que es la verdadera realidad”.


No soy yo demasiado dado a misticismos y sonreí al escuchar aquellas palabras. No sé por qué –pensé—, siempre que viajo en tren tiene que sentarse junto a mí algún chiflado con ganas de hablar.
“Ya veo que es usted un escéptico, uno de esos hombres fuertes que solo creen en lo que se puede pesar, medir y contar. Pues le voy a contar una historia cierta y le desafío a que encuentre una explicación medianamente razonable. Vivía yo entonces en una aldea del occidente asturiano. La casa, con un pequeño huerto detrás, estaba al borde mismo del acantilado. Vivía solo, mi mujer había muerte hacía no muchos meses, y mis hijos vivían lejos, cada uno demasiado ocupado en su vida como para tener tiempo de ocuparse de mí. Me gustaban los días de invierno, los días de tormenta, cuando el oleaje azotaba tan fuerte que parecía que la roca entera iba a desmoronarse y con ella la casa en la que yo vivía. No me habría importado mucho, esa es la verdad. Por entonces yo creía que la muerte todo lo acababa y estaba deseando acabar. Una noche, con el mar plácido, con todas las estrellas reflejándose en el agua, con una luna inmensa, sentí que aquel era un buen momento para decir adiós. Escribí una nota de despedida, me llegué hasta el borde del acantilado, cerré los ojos y di un salto. Mientras caía recordé algunos momentos en que había sido feliz. Una tarde en Ginebra, por ejemplo. Yo tenía poco más de veinte años. Había llegado allí en busca de trabajo y lo había encontrado de inmediato en un hotel cercano a la estación de Cornavin. Esa tarde yo estaba libre y paseaba por la orilla del lago. No conocía a nadie en la ciudad, nadie me conocía. Había otros españoles trabajando allí, bastantes exiliados de la guerra, pero yo hacía rancho aparte. Me había sentado en un banco y contemplaba el faro que hay en medio del lago, junto al balneario, los Bains des Pâquis, como creo recordar que se llaman.
Unas manos me taparon delicadamente los ojos y una voz vagamente familiar dijo: ¿Adivinas quién soy? Aparté aquellas cálidas manos y me di la vuelta. Allí estaba, sonriente, una jovencita bastante más joven que yo, una adolescente. Pues no, no te conozco, y bien que lo lamento –dije. Pues yo a ti, sí –respondió ella y se alejó sin dejar de sonreír y sin que yo, en mi timidez de entonces, me decidiera a seguirla. Diez años después nos volvimos a encontrar y nos casamos de inmediato, en cuanto pudimos arreglar los trámites. Yo seguía cayendo y volvía a estar sentado en aquel banco frente al lago Leman. Sentí el golpe del agua y perdí el conocimiento. Cuando abrí los ojos, estaba sobre la arena de la playa y mi mujer me miraba con la misma sonrisa adolescente, que nunca había perdido. Por poco no lo cuentas –dijo. Yo volví a cerrar los ojos. Cuando los abrí, me rodeaba un grupo de gente, pero ella había desaparecido. Poco después me colocaron en una camilla y me llevaron hasta una ambulancia. Me recobré pronto, pude destruir la nota de despedida antes de que nadie la encontrara. Mis hijos vinieron a verme de mala gana. Tienes que ir a una residencia –me dijeron—, ya no puedes vivir solo. Yo sonreí. A donde yo tenía que ir es a Ginebra y sentarme en el mismo banco que entonces, recuerdo perfectamente cuál era, frente al faro, y esperar a que otra vez unas manos delicadas me cierren otra vez los ojos…”
“Una historia bonita, pero no sé qué quiere demostrar con ella.”
“No hay nada que demostrar, eso es lo que quería decirle. La vida es un cuento absurdo, sin pies ni cabeza, pero a veces con manos. Solo por esas manos que una vez me cerraron delicadamente los ojos vale la pena haber vivido”.


Domingo, 21 de febrero
LA ISLA

La imagen inicial del ferry surgiendo de la niebla y luego la silueta de la isla, Shutter Island, cerca de Boston. Los dos detectives con gabardina y sombrero, uno de ellos terriblemente mareado. La tormenta que aísla a los personajes del mundo, la silueta oscura del fortín en lo alto.
La película de Martin Scorsese es efectista y tramposa como una novela de Agatha Christie, pero acierta a reflejar algunos terrores de mi adolescencia. Y el comienzo para mí de cualquier aventura: el barco entre la niebla, la isla misteriosa, el faro del fin del mundo.
Vuelvo luego a la desolación del centro comercial y, mientras espero el autobús, tiemblo al pensar que los monstruos que más temo están dentro de mí.



Lunes, 22 de febrero
UN REY CON MUCHOS HUMOS

“¡Quién me iba a decir a mí que un rey acabaría cayéndome bien! ¿Sabes cuál fue la primera decisión que tomó Alfonso XIII cuando le coronaron rey a los dieciséis años?”
“No se me ocurre”, le respondo a la humeante amiga –un cigarrillo tras otro—que ha estado hojeando el libro de Cortés Cavanillas que acabo de comprar.
“Y ahora que su Majestad es rey con plenitud de derechos, ¿cuál va ser su primer acto?, le preguntó deferente uno de sus ministros. ¿Mi primer acto? Llenar cuarenta veces al día mi pitillera. Parece que hasta entonces su madre no le dejaba fumar más de veinte cigarrillos”.


Martes, 23 de febrero
Y UN JAMÓN

El mismo día en que hay manifestaciones contra el retraso de la edad de jubilación, me llega una carta certificada del Vicerrector de Profesorado en la que me ofrece el sueldo íntegro, un incentivo especial que se me abonará mensualmente y hasta un jamón (bueno, esto lo añado yo, pero poco lo falta) si accedo a jubilarme ya, diez años antes de la fecha prevista. La verdad es que la economía es una ciencia ciertamente arcana.


Miércoles, 24 de febrero
LLOVÍA

Las ciudades, como las personas, tienen varios rostros. El que hoy me ofrece Mondoñedo nada tiene que ver con los mundos fantasiosos del señor Cunqueiro, con los jardines de camelios, los peregrinos, las princesas errantes y la materia de Bretaña. Recuerda más bien los cuentos tristes de Fernández Flórez, sus tragedias de la vida vulgar: “Llovía; llovía siempre. Junté mi frente a los cristales y vi cómo los monstruos de las gárgolas vomitaban el agua sucia de los tejados”. Ante la catedral, veo yo también caer la lluvia en la plaza sin nadie, me entretengo en imaginar la vida en estos caserones oscuros que solo parecen habitados por la melancolía. “Se sentía un leve zumbar: quizá la sangre en los oídos; quizá el de los espíritus que vuelan de noche; quizás, era tan solo la vida misteriosa de la ciudad. Las ciudades tienen también su vida. Algo del espíritu de los que en ella moran va quedando en los rincones oscuros, en las paredes, entre las vigas del techo, hasta en los ocultos agujeros que abre la polilla”.



Jueves, 25 de febrero
VALPARAÍSO

“Se habla de guerra sucias, pero quisiera saber yo qué guerra es limpia”, exclama indignada ante la enésima matanza de civiles en Afganistán. Como a parte de los que matan los pago con mis impuestos, a mí también me salpica esa sangre.
No hay guerras limpias, pero hay guerras más caballerosas que otras. Y pienso en Méndez Núñez, el marino español que dio la vuelta al mundo con “La Numancia”. En 1866 bombardeó Valparaíso. “Antes –cuenta Manuel de Mendívil— señaló un plazo para que los habitantes de la ciudad la abandonaran, y así lo hicieron, coronando las alturas inmediatas, en su afán de contemplar el espectáculo. Había ordenado que se izasen banderas blancas en iglesias, hospitales y establecimientos benéficos, que sus cañones respetarían. Los respetaron, pero hubo 14 balas perdidas, tres de las cuales tocaron en la iglesia Matriz, dos en la de San Francisco, cuatro en un improvisado hospital y cinco en la iglesia de los Jesuitas. Resultaron ilesos, sin un solo proyectil, el asilo del Buen Pastor, el barrio del Arsenal, la plaza de abastos, el hospital Inglés, otro hospital privado, el asilo del Salvador, la iglesia de la Merced y todos los otros establecimientos de igual índole. ¿Son muchas 14 balas perdidas entre 2600 que se dispararon. La operación causó un quebrando al enemigo de 15 millones de pesos. En Santiago de Chile se hallaban prisioneros el comandante, los oficiales y la dotación de la fragata Covadonga. Podía temerse una implacable represalia. El gobierno chileno se condujo hidalgamente y respetó la vida de los cautivos. Los oficiales que en el cuartel de Cazadores los custodiaban arriesgaron su propia vida defendiéndolos de los exaltados, que asaltaron la prisión, y de la guarnición del cuartel, que pretendía unirse a ellos”.


Viernes, 26 de febrero
CARTAS DE AMOR


Un puñado de cartas de amor impúdicamente sacadas a la luz. “Hoy he paseado solo por esta ciudad de pronto vacía, con recuerdos en cada esquina, recuerdos de amor y locura”.
La carta lleva el membrete del hotel Cornavin, frente a la estación ginebrina, y la firma Pablo Neruda. Durante algunos años vivió un amor clandestino y en ese hotel tuvieron lugar los más apasionados momentos.
Todas las cartas de amor son ridículas, pienso con Pessoa. “¿Te acuerdas? Yo sí. Ay, qué divino”, escribe tiempo después en un folio con membrete del mismo hotel. Se guardo varios de aquellos papeles timbrados, con el dibujo del edificio, y de vez en cuando escribí en ellos una nota para Matilde:
“No eran celos, amor, sino exigencia de tu plenitud, de tu totalidad. Ahora ya te he arado entera, te he sembrado entera, te he abierto y cerrado, ahora eres mía. ¡Para siempre!”
“Amor mío, pienso en todas partes que estoy a tu lado, más bien que soy parte de ti misma. Quiero no solo amarte, alma mía, sino ayudarte a vivir”.
“Sueño mío, adorada mía, ¿sabes dónde vas? Vas hacia mí. Adonde vayas, andes, vueles, corras, vas andando, volando, corriendo hacia mí”.
Todas las cartas de amor son ridículas, pero al final los únicos verdaderamente ridículos somos los que nunca hemos escrito cartas de amor.

1 comentario:

  1. Pues al final he aparcado tus dos "PARAÍSOS" y estoy devorando tus DÍAS DE 1989 en la reedición del 99. Fabuloso, amigo José Luis. Ese libro se lee casi solo. Sin querer. Es la mejor radiografía que haya hecho nadie sobre las miserias y rémoras de la poesía española de finales del siglo XX. Estoy aprendiendo mucho contigo, amigo. Y me estoy riendo mucho también. Lo cual es muy importante para mí. Los poemas que aparecen de vez en cuando en ese Diario son buenísimos. De mucha altura, de verdad. Y las recomendaciones de libros también las estoy teniendo en cuenta. Gracias otra vez y seguimos. Alfredo.

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