Como los automóviles, los seres humanos circulamos por el
mundo con una matricula en la que constan dos datos que nunca varían. Podemos
cambiar de país, de estado civil, de nacionalidad, de profesión, de religión,
de nacionalidad y hasta de sexo, pero no cambia nunca la fecha en que hemos
nacido ni el lugar de nacimiento.
Desde que
publiqué mi primer libro, y ya van unos cuantos, junto a mi nombre, como un
apellido más, han figurado estos dos datos: Aldeanueva del Camino, 1950.
Aldeanueva del Camino, un sonoro octosílabo, es además el primero de los no escasos versos que almacena mi memoria. En la fachada de la escuela en que aprendí a leer, y que para mí sigue siendo uno de los edificios más hermosos del mundo, hay una inscripción con de Gabriel y Galán:
Aldeanueva del Camino,
te quiero desde que sé
que hermosa como la cara
tienes el alma también.
Después vendrían otros muchos versos, pero los primeros que
leí, antes de abrir siquiera ningún libro, fueron esos.
Y desde que
salí de Aldeanueva y me dediqué a andar por el mundo he tenido la suerte de ser
pregonero de su naturaleza y de sus gentes. Recuerdo cuando, acompañado de un
grupo de escritores, llegué por primera vez a Lausanne, la Villa olímpica junto
al lago Lemán. Bajamos en metro hasta el puerto de Ouchy y nada más salir de la
estación divisé al fondo, entre los árboles, junto al agua azul y los Alpes
franceses el brillo geométrico de una escultura. Nunca la había visto, pero no
dudé en señalarla con el dedo y proclamar orgulloso: “El autor de esa escultura
es de mi pueblo”.
Nos acercamos y,
efectivamente, en el pedestal figuraba el nombre de Ángel Duarte. Yo la había
reconocido de inmediato porque tenía un aire de familia con la que se colocó en
la rotonda que marca la llegada a Aldeanueva desde la autovía.
En otra
ocasión, estando alojado en la Academia de España en Roma, de inmediato
reconocí un torso clásico que no habría desdeñado firmar Fidias: “Tiene que ser
de Pérez Comendador –dije–, un escultor de Hervás, al lado mismo de mi pueblo,
Aldeanueva del Camino”. Y era efectivamente de Pérez Comendador, que había
sido, como Valle-Inclán, director de aquella institución española que fundara
Castelar, durante la primera república, y que alberga uno de los más
prodigiosos emblemas del renacimiento: el tempietto
de Bramante.
¡Cuántas
veces no habré explicado yo a amigos de los más diversos lugares la historia
prodigiosa de Aldeanueva! Siempre se sorprendían al saber que sus dos barrios,
la Parte Arriba y la Parte Abajo, fueron alguna vez dos pueblos distintos
situados en reinos diferentes: Castilla y León. Y como la frontera estaba
marcada por el milenario camino que da nombre al pueblo: la Vía de la Plata.
Cuántas
veces habré explicado yo que una parte del pueblo, la Parte Arriba, donde a mí
me bautizaron en la iglesia de Nuestra Señora del Olmo, pertenecía a los
Zúñiga, a los mismos duques de Béjar a los que Cervantes dedicó el Quijote, y
que la Parte Abajo era de los duques de Alba, que muy cerca tenían un palacio con
mítico jardín, al que invitaron a Lope y Garcilaso.
Aquel jardín de la Abadía daba sobre el río Ambroz, en que yo tantas veces me bañé de niño sin saber que también se habían bañado en sus aguas los pastores a los que canta Garcilaso en sus églogas:
Corrientes aguas, puras,
cristalinas,
árboles que os estáis
mirando en ellas,
verde Prado de fresca sombra
lleno,
aves que aquí sembráis
vuestras querellas,
yedra que por los árboles
caminas
torciendo el paso por su verde seno...
Había pertenecido a dos reinos, seguía perteneciendo a dos
diócesis y tenía dos cines, dos ríos, dos casinos, el pueblo de mi niñez. Y un
mercado que todavía se llenaba cada miércoles de cerdos, vacas y caballos y de
los más diversos productos de la tierra como en tiempos medievales.
Aquel era un
tiempo de banderías, o así lo recuerdo yo: los niños de la Parte Arriba se
peleaban con los de la Parte Abajo. Cuando queríamos fastidiar a los de Hervás,
que entonces me parecía lejanísima, les gritábamos aquello de “en Hervás,
judíos los más” y con Gargantilla había continuos enfrentamientos a cuenta del
agua de riego.
Ahora todos
aquellos pueblos que en mi infancia parecían constituir el inmenso mundo forman
un microcosmos que algo tiene de ordenado paraíso: el valle del Ambroz, hermoso
en cualquier época del año, pero especialmente en estos días de otoño que sin
hipérbole alguna se han calificado de mágicos.
Cuando
estamos fuera de nuestra tierra, todos somos embajadores de nuestra tierra y
por eso yo, sin imaginarme siquiera de que algún día tendría el honor de ser
nombrado pregonero, he repetido una y otra vez sus nombres y ensalzado sus
secretas maravillas.
Recuerdo que
una vez, viniendo en autobús a Extremadura, al descender hacia Baños de
Montemayor por la antigua carretera y encontrarnos con su cerrada curva, con su
espectacular panorámica, una viajera dijo: “Parece Montecarlo”. Yo sonreí ante
aquella exageración. Pero tiempo después pasé por Montecarlo y ante una cerrada
no pude por menos que decir: “Parece Baños”. Luego, al mirar el ostentoso
caserío en torno, añadí: “Pero Baños es más bonito”. Me miraron burlones los
amigos que me acompañaban. Tuve que invitarlos a Baños, a su balneario que
junta a Roma con la belle époque para que se convencieran de que
en mis palabras no había ninguna exageración.
Sí, antes
del encargo tan honroso de hoy, yo ya he sido oficioso pregonero de mi pueblo y
de los otros pueblos del Ambroz. De Segura de Toro, con su verraco vetón cuyo
mugido parece unirse al de los toros de Guisando en un famoso poema de Lorca;
Casas del Monte, en su balcón sobre el valle; la Garganta, con su pozo para
guardar la nieve… Tierras de la alta Extremadura, donde Extremadura se hermana
con Castilla y con León, estribaciones de la sierra de Béjar, a la vez
salmantinas y extremeñas.
Tierras de
moros y romanos, de cristianos y judíos. Cuando, con el antisemitismo heredado
de vetustos siglos, les gritábamos a nuestros vecinos aquellos de “en Hervás,
judíos los más”, ellos nos respondían con “y en Aldeanueva la judiá entera”.
Hoy Hervás
reivindica orgullosa su herencia judía, uno de sus principales atractivos
turísticos (aunque, como diría mi amigo Marciano Martín Manuel, no es judío
todo lo que reluce con su estrella de David recién pintada), y a mí me gustaría
creer que desciendo de alguno de aquellos judíos conversos que se quedaron en
Aldeanueva, cambiando más o menos sinceramente de religión, pero conservando
buena parte de sus costumbres: entre ellas el amor al libro, la consideración
del estudio como la mejor herramienta para transformar el mundo.
A los judíos
los expulsamos en 1492, pero los cristianos nuevos, sus descendientes, explican
buena parte del florecimiento cultural del Siglo de Oro. De cristianos nuevos
descendían Santa Teresa y Cervantes y el autor de La Celestina. Resultaría en exceso aventurado decir que desciendo
también yo, pero me gustaría.
De lo que no
hay ninguna duda es de que estas feraces e indómitas tierras son el escenario
de mi infancia y mi patrimonio mejor. Sin ellas, no soy nada. Cuentan que Anteo
era un gigante mitológico al que nadie era capaz de vencer; un día Hércules le
tomó en sus brazos y le alzó del suelo: en ese mismo momento perdió toda su
fuerza. Sin el contacto con la madre tierra, no era nada. Sin el contacto con
la tierra que nos vio nacer no somos nadie, no somos nada. Por eso yo vuelvo
siempre que puedo a Extremadura para cargar las pilas, para recuperar fuerzas.
Vuelvo
siempre que puedo a mi tierra e invito a hacerlo a todos los que conozco.
Afortunadamente cada vez tengo que insistir menos. Gracias a una eficaz labor
de promoción turística, Extremadura es cada vez menos desconocida. Hace tiempo
que ha dejado de ser un secreto que guardábamos
en el corazón los que nacimos en ella y vivimos lejos de ella. Pero
todavía quedan algunos tópicos que combatir. Cuando en verano vengo de la verde
Asturias unos días a mi pueblo siempre hay alguien que me dice: “Vaya calor que
vas a pasar”. Y yo le hablo del valle de Ambroz, con su cerco de montañas, con
su río y sus gargantas, con sus arboledas verdes en pleno verano. Esta
Extremadura nada tiene que ver con el tópico secarral.
Pero si
cualquier época del año es buena para venir a Hervás, a Baños, a Aldeanueva, a
la Abadía, a Segura de Toro, a Casas del Monte, a Garganta y Gargantilla,
ninguna mejor que el otoño, cuando la mítica Perséfone, la hija de Deméter, la
diosa de la tierra. se viste con sus mejores galas antes de regresar, otro
invierno más, al infierno en que la recluye Plutón.
El primer verso que me aprendí de memoria era un octosílabo con el nombre de mi pueblo, como ya dije; luego me aprendí todos los que venían en la Enciclopedia Álvarez, que era para los niños de entonces el compendio de toda la sabiduría, y entre ellos unos que nunca he vuelto a ver impresos en ninguna otra parte y que terminaban así:
Patria adorada, yo no te
olvido
y hoy que el invierno mi
frente inclina
recuerdo siempre donde he
nacido,
como recuerda la golondrina
su amante nido.
Que sorpresa que escribas o publiques a mitad de semana, y para bien. Tampoco Aldeanueva del Camino es Badajoz.
ResponderEliminarAprovecho y la suelto, a ver si Trump acaba con Sánchez, que está al nivel de Maduro.
Sin más y gracias si lo públicas, sino no gracias
...y Trump sabe que tiene muchos amigos en España, ni es tonto ni inculto.
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